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Avances en Psicología Latinoamericana

versión impresa ISSN 1794-4724versión On-line ISSN 2145-4515

Av. Psicol. Latinoam. v.28 n.1 Bogotá ene./jun. 2010

 

El lugar de la memoria, la justicia y la legitimidad en la identidad y la mediación de conflictos en el Modelo Relacional Simbólico de Milán

The place of memory, justice and legitimacy in the identity and conflict mediation in Relational-Symbolic Model of Milan

María Helena Restrepo Espinosa*
Natalia Sánchez Briceño**

* María Helena Restrepo-Espinosa: psicóloga, magíster en Artes del Goucher College, y en Mediación de Conflictos de Familia y Comunidad de la Universitá Cattólica del Sacro Cuore de Milán y la Universidad del Rosario. Estudiante del Doctorado en Salud Pública de la Universidad Nacional de Colombia. Profesora asistente de carrera académica del Programa de Psicología de la Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud de la Universidad del Rosario. Correo electrónico: mariestrepo@yahoo.com

** Natalia Sánchez Briceño: estudiante de pregrado de Psicología de la Universidad del Rosario. Correo: natalia18jc@gmail.com

Recepción: 22 de septiembre de 2009
Aceptación: 14 de abril de 2010


Abstract

The following article includes a revision of the concepts of memory and legitimacy to understand conflict mediation, based on the Relational Symbolic Model, developed by the Group of Family and Community Mediation of the Università Cattolica del Sacro Cuore of Milano. The conflict mediation is based on the concept of “bonding” as a structure that supports relationships, which is considered the symbolic fundament of the ethical and affective structures. These two axis support the bonding and include the categories of trust, hope, justice and loyalty. Within this paradigm, the mediation of conflicts and the function of collective memory introduce other possibilities to understand justice and legitimacy as a core in the preservation and maintenance of family and community bonds.

Keywords: conflict mediation, reparative, justice, legitimacy and collective memory.

Resumen

El presente es un artículo de revisión sobre el lugar de la memoria en los procesos de justicia y legitimidad, desde el Modelo Relacional Simbólico, desarrollado por el Grupo de Mediación de Conflictos de Familia y de Comunidad de la Universitá Cattolica del Sacro Cuore de Milán. En éste se hace un recorrido por el lugar de la memoria y su relación con la legitimidad en la Psicología Social, así como una revisión del papel que cumple el vínculo en el concepto-estructural de la mediación de conflictos en este paradigma. El concepto de “vínculo”, en el Modelo Relacional Simbólico incluye dos ejes: el afectivo y el ético, y dentro de éstos se encuentran las categorías de confianza, esperanza, justicia y lealtad. En la presente revisión se discute el papel que puede jugar la memoria como proceso vinculante de los marcos de justicia y legitimidad, y a su vez, el papel que pueden ejercer como propuestas de mediación de conflictos tanto en la familia como en la sociedad.

Palabras clave: mediación de conflictos, reparación, justicia, legitimidad y memoria.


Introducción

Desde algunas perspectivas de la Psicología Social, la cultura es entendida como un todo y ha sido definida como “el conjunto de patrones socialmente adquiridos de pensamiento, sentimiento y acción, que constituyen los modos de vida de los sujetos y las relaciones con otros y con el exterior” (Páez, Techio, Marques y Beristain, 2007, p. 65). La cultura, se cree, emerge de la interacción social entre los seres humanos, por lo tanto, es susceptible a los cambios y a las adaptaciones hechas para hacer frente a los desafíos de los conflictos dentro de un grupo social. Los modos de afrontar estos acontecimientos son interiorizados como formas simbólicas y estructuras de significado con las que se interpretan las relaciones sociales. Estos modos, a su vez, son transmitidos de una generación a otra en una sociedad, mediante sus formas cotidianas de vida, sus significados, sus identidades y sus formas de pertenencia. Es por esto que juegan un papel reconocido en la cohesión social de los grupos humanos, como agentes de aquello que o bien liga o vincula, o bien separa, y que puede contribuir a resguardar las relaciones; al ser una estructura simbólica de los procesos de identidad.

La identidad como proceso de construcción del sujeto, según Erikson (citado por Papalia, Wendkos y Duskin, 2004, p. 469), implica “…una concepción coherente del yo, formada por metas, valores y creencias con las cuales una persona está sólidamente comprometida”; una comprensión del papel que se cumple en la sociedad y, mediada por la cultura, una función de transmisión. Sin embargo, la identidad, si bien comparte el vínculo con lo común de la cultura o la sociedad (comunidad), implica una paradoja, ya que se sustenta en un proceso de separación de ese vínculo, generalmente primario, para lograr una individualización que resalta la particularidad del sujeto humano. Esto lleva implícito una estructura relacional, inscrita en un conflicto entre el vínculo y la sociedad, el deseo y el deber, entre lo individual y lo colectivo, entre el pertenecer y no pertenecer. Es así como la relación social es fundante de la estructura afectiva de los sujetos humanos, en tanto está inscrita en la forma como éstos perciben y estructuran su yo a partir de lo que les representan a otros, su identidad de sujetos frente al grupo, producto de un proceso denominado socialización. Este proceso implica una construcción en la que se espera que la renuncia a toda satisfacción individual sea reemplazada por el reconocimiento del otro y por la promesa ilusoria de la pertenencia a una relación, a un grupo o a una estructura social que operan como ganancias, tal como lo develó Freud en sus obras El malestar de la cultura y El porvenir de una ilusión. Esta socialización es el resultado, entonces, de una construcción de pertenencia, de formación de identidad, y está determinada por el campo de la relación. En ésta, la forma en que se asume el conflicto cumple una importante función, puesto que permite que la renuncia a las necesidades y los deseos individuales para obtener un lugar en la relación social, sea justificada.

La identidad colectiva como constructo de una ilusión de totalidad y particularidad en los seres humanos, vista desde el pensamiento de lo grupal en la Psicología Social, es definida por Hunt (citado por Javaloy, Espelt y Rodríguez, 2007) como “las cualidades y características atribuidas a un grupo por los miembros de un grupo”. De acuerdo con Javaloy, Espelt y Rodríguez (2007), las identidades en su esfera individual y de grupo determinan y orientan formas de actuar. Por ejemplo, los individuos se perciben y se reconocen como pertenecientes al grupo a través de características e intereses compartidos, que operan como estructuras simbólicas y que permiten desarrollar vínculos o ligaduras entre los sujetos. Al ser determinadas por la particularidad de las culturas y la singularidad de los vínculos, estas estructuras se consolidan y dan soporte a las relaciones en los procesos de identidad. La cultura entendida como construcción, según Páez, Techio, Marques y Beristain (2007), se caracteriza por ser cambiante y por estar en permanente reinvención, lo que incluye diferentes tiempos y transiciones por las que atraviesan las relaciones; así como, las diversas formas discursivas que subyacen en la estructura de lo social. Esto permite entender el porqué es una estructura tan frágil y tan lábil.

El grupo humano se ordena a través de instituciones u organizaciones sociales, tales como la familia, la comunidad y la sociedad. Para el mantenimiento de estas estructuras se determinan discursos o ideologías que atraviesan distintos escenarios de la vida humana, y que situan ideales, valores y sentimientos morales, los cuales influyen en la forma de actuar de los sujetos y son transmitidos a éstos a través de sus relaciones dentro del marco de la cultura; además, son específicos a una forma particular de pertenencia en un tiempo histórico. Esta “estructura simbólica” se manifiesta a través del lenguaje en forma de imágenes o narrativas, legitimadas por el discurso social y que se sustentan en los procesos de memoria, olvido y reminiscencia, tan importantes para el mantenimiento de la cohesión y el vínculo afectivo y relacional. Esto justifica su abordaje en la perspectiva de la Psicología Social, puesto que da cuenta de los procesos de relación entre individuos, familias y comunidades, desde el reconocimiento de que la complejidad del conflicto humano como constitutivo del vínculo conlleva en su base el traumatismo del desencuentro, de las violencias, del desarraigo y de las muchas formas de vivirlo y de nombrarlo (Cigoli y Scabini, 2003).

En este sentido, la memoria es concebida como una estructura simbólica sobre la cual se construyen procesos legitimados por los otros y que permiten al sujeto identificarse con un nombre, reconocerse en una historia particular y en la pertenencia a una relación o a un vínculo social, al compartir una representación que le da anclaje a la relación con lo traumático de lo social, determinado por el conflicto estructural fundante de la relación humana (Ortega, 2004 y Certeau, 2006).

La memoria, entonces, es social en tanto da cuenta de este vínculo entre el sujeto y la sociedad. Halbwachs (citado por Páez, Techio, Marques Beristan, 2007) plantea que los procesos sociales son esenciales para la memoria y acentúan el carácter social y constructivo de la misma; al igual que permiten la tramitación de los intereses, las necesidades de los sujetos y de los grupos. El autor en mención señala la determinación social de la memoria a través de tres características: una primera, sustentada por sus contenidos, ya que lo que se recuerda está determinado por un afecto que implica un mundo compartido con otras personas; una segunda, que postula que la memoria se apoya en marcos de referencia culturales, y la tercera, en la que se plantea que el recuerdo está fijado en forma de frases e imágenes mediadas por el lenguaje, como estructura que sustenta la comunicación entre los seres humanos.

La memoria colectiva es concebida, entonces, como una ligadura que implica, esencialmente, un posicionamiento en el presente, a través de la reconstrucción de un pasado y un devenir en un proceso de historización que liga a un orden simbólico. La interpretación de los sucesos actuales está adscrita, entonces, a las imágenes y vivencias, impresiones fragmentadas de los hechos antiguos que, unidas a sus creencias, son transportadas a las necesidades del presente, para servir de estructura fundamental para la vida en lo afectivo y en la forma de interpretar y descifrar la relación con el otro social (llámese pareja, familia, comunidad o sociedad) puesto que la comprensión es posible sólo a posteriori. Acorde con Cigoli y Scabini (2003), estas estructuras, que incluyen fracturas y rupturas producto de conflictos no resueltos, son transmitidas de generación en generación y sustentan la particular relación entre identidad y pertenencia, como diría Ortega (2004), son aprehensibles a través de silencios, actos fallidos y olvidos.

La función de la memoria como acción colectiva se ha propuesto como opción para resignificar las experiencias traumáticas y las fracturas –causadas por los conflictos inscritos en el pasado y que se mantienen en el presente–, como nuevas estructuras simbólicas que permiten reestablecer los vínculos. Esto es lo que se concibe como reparación, puesto que como se ha dicho la comprensión de lo traumático sólo se logra a posteriori y su efecto no implica sólo el dolor de la pérdida, el desarraigo, la frustración o el miedo, sino la desestructuración del ordenamiento simbólico que le ha dado sentido y significado a la vida, incluyendo lo que se espera de la relación con los otros. Un ejemplo de cómo se incorpora la memoria y cómo funciona como estructura simbólica en lo social puede verse en lo que se ha denominado memoria-hábito, en la que se reconoce que los hábitos toman la forma de costumbres y unen el pasado con el presente en los grupos humanos, en la medida en que establecen una forma de memoria inscrita en las prácticas y los ritos realizados en comunidad y que fundan la continuidad de cada grupo social (Páez, Techio, Marques y Beristain, 2007).

En el orden social o colectivo, la memoria puede ser considerada como un producto histórico y cultural, en la medida en que implica una forma particular en que los grupos sociales recuerdan, olvidan o modifican el conocimiento del pasado social, lo legitiman y lo transmiten (Páez, Techio, Marques Beristain, 2007). La memoria en el proceso de recordar permite, entonces, conectar las diferencias estructurales entre individuos –producto de los conflictos entre géneros y generaciones– y los momentos o las transiciones por los que atraviesan, al articularlas en el orden de lo simbólico, incorporando los acontecimientos, los hechos y las rupturas que el devenir conlleva. En este sentido, acorde con Jedlowski (citado por Páez, Techio, Marques y Beristain, 2007), la memoria implica en su estructura la elaboración de las vivencias, reconstrucción de recuerdos y de olvidos, que a su vez están determinados por las experiencias de los eventos y acontecimientos, los sentimientos que de ellos se desprenden y las formas de articularlos en el ordenamiento simbólico para darles legitimidad.

En un marco de referencia constructivista, la realidad implica las formaciones discursivas e ideológicas acordes con movimientos y acontecimientos sociales de períodos de la historia específicos, en donde es posible constatar el efecto que dichas formaciones tienen como ordenadores simbólicos de las diferencias y de su forma particular de resolverlas, sobre los vínculos sociales, lo que genera uniones o rupturas en ellas (Páez, Techio, Marques y Beristain, 2007).

Colombia, en el esfuerzo por lograr la consolidación de un Estado como Nación, adelantó durante el siglo XIX un ambicioso proyecto de reforma cultural que tuvo como principal foco de influencia la educación superior y la instrucción pública primaria, lo que implicó un cambio en las estructuras sociales, en la familia y en la sociedad. La transmisión y educación no debían ser impartidas en la familia sino en la escuela, cambio que también suscitó controversias con respecto al papel que la religión cumple en el tema educativo (González, 2005). El intento por realizar esta reforma significó para la cultura tradicional católica una transición en sus estructuras sociales, que a su vez fueron dando paso al surgimiento de lo que llamamos hoy cultura moderna y que se ha caracterizado por transformaciones tales como la secularización del Estado. Esto implicó un cambio en la fundamentación ideológica sustentada en la cosmovisión católica, que operaba como organizadora de los procesos de identidad, que generaba cohesión a nivel nacional y que religaba a las personas como miembros de las instituciones, como familias y como comunidad. Este movimiento tuvo como efecto el desplazamiento del lugar de autoridad y legitimidad dentro de las culturas, lo que evidenció la emergencia de conflictos dentro de estas instituciones. Los valores de justicia y legitimidad eran atribuidos a los representantes de autoridad, que eran reconocidos legítimamente como ideales y promovían la cohesión social de los sujetos, además, circulaban los principios reguladores del orden social adscrito a la ética del discurso católico. El papel que juega la fragmentación en el mantenimiento de las violencias y en sus diferentes expresiones a nivel de familias, parejas y comunidades, tanto en Colombia como en la época actual ha sido bien reconocida (Redorta, 2004).

La cultura moderna se funda, entonces, en una constante liberación del determinismo divino acorde con los esquemas católicos e introduce un “politeísmo de valores” que ha sustituido los discursos teológicos y metafísicos, dogmáticos y totalitarios, y que también produce efectos en las estructuras relacionales de los sujetos. Este nuevo orden republicano produjo también diferenciaciones entre ciencia, arte y moral, que implicaron diversas formas de conciencia social y que han llevado a buscar argumentaciones y fundamentaciones en las ciencias sociales, orientadas hacia la búsqueda de explicaciones para intervenir las violencias y conflictos, lo que implica pensar en las diferencias, las particularidad y las pertenencias (González, 2005).

La diversidad del discurso moderno trae consigo, entonces, el imperativo de entender las formas fragmentadas de identificación dentro de las culturas, las identidades y las paradojas en las relaciones y sistemas de filiación en los sujetos humanos, que son atravesadas por la autoridad y su legitimidad. Particularmente para Colombia, los fenómenos de violencia que caracterizan algunas de las relaciones sociales han sido ejemplo de autoridades adscritas al ejercicio del poder imponiendo la justicia, lo que ha llevado a legitimar formas de relación que inducen a la polarización de los conflictos. Estos fenómenos, sustentados en la impunidad o lo que se ha reconocido como “ausencia de ley” llevan a la ruptura del ya resquebrajado tejido social, representado por la fragilidad de los vínculos. Por esto, se justifica la búsqueda de nuevas alternativas de mediación de conflictos, que superen la falta de pertenencia, permitan restituir el nivel de lo común o del vínculo como reparación de las lagunas en la identidad y en el ordenamiento social, producto de las fracturas que los conflictos han dejado en sus instituciones sociales (Palacios 2003; Sánchez, 2006; Bauman, 2005; Kizer y Pignatiello, 2002).

Según Cortés-Saverino (2007), la memoria constituye una práctica de remembranza que permite representaciones particulares de reparación, en la medida en que apela a la re– significación de los acontecimientos pasados y que permite incluir otro saberes distintos de los discursos académicos y oficiales, usualmente encasillados en las lógicas lineales del tiempo y la historia (Castillejo, 2000, 2007). También es reconocida en las formas de reparación como práctica social necesaria para llevar a cabo los procesos de filiación y de restitución, ya que constituye una forma de darle un lugar a aquello fragmentado por los efectos del conflicto, y que se encuentra inscrito en lo traumático a nivel del sujeto, del grupo, de la cultura y del ordenamiento simbólico–histórico –social. De esta manera, la memoria porta la posibilidad de transformar las condiciones, a través de la escucha y la reconstrucción, a través de los actos de remembranza que permiten integrar los fragmentos en un sentido, más no una justificación, y generar un nuevo orden simbólico de reconocimiento y legitimidad, lo que facilita la superación del conflicto dignamente. La restauración permite pasar de una condición de victimización o de testificación exclusivamente, a una reinterpretación del sujeto que reconoce su subjetividad, basada en el reconocimiento de la dignidad (Ortega, 2004 y Ortega, 2008).

La legitimidad es importante, entonces, para entender la determinación social que subyace como estructura determinante de las relaciones entre individuos y grupos, en la medida en que determina formas de regulación social, justificadas desde el reconocimiento de que es legítimo su derecho a las formas particulares en que son asumidos sus conflictos y se expresan en sus posiciones, sus interpretaciones y el accionar social. Lo anterior va dejando marcas en el campo de la relacionalidad, que incluye los afectos y las formas simbólicas que ordenan las emociones como representaciones. La legitimidad se diferencia del poder coercitivo en la medida en que no se fundamenta en el ejercicio del poder por imposición, ni se regula por el castigo, la sanción o la recompensa; sino que se funda por la vía del reconocimiento de una autoridad legítima. En este sentido, es una vía posible para mantener un ordenamiento simbólico de la relación social, puesto que la adherencia a las normas basadas en el reconocimiento de la legitimidad promueve un mayor compromiso, apertura a formas de cooperación auténtica y genuina, así como el despliegue de mayores esfuerzos y acciones para el beneficio común, antes que el individual (Nagin, 1998, citado en Tyler, 2006).

Parker (citado en Tyler, 2006) menciona que varias investigaciones sobre legitimidad resaltan su importancia en la perspectiva normativa de los grupos, y establecen que su raíz se encuentra en las teorías sociológicas y políticas acerca de la naturaleza social de las sociedades. Desde la perspectiva normativa, la legitimidad es vista como un atributo de valor, que da soporte y estabilidad a una sociedad, a las autoridades legales y políticas, en la medida en que promueve la aceptación de decisiones y de reglas promulgadas. Además, la efectividad de una institución que se mantiene estable es considerada como un valor que beneficia a todos los miembros de la sociedad (Tyler, 2006).

Las teorías de identidad social y de conflictos argumentan que los conflictos de un grupo en la sociedad se dan, por lo general, como resultado del uso coercitivo de recursos de valor y por favoritismos entre estos, y muestran que es frecuente el uso del poder para resolver las diferencias. Cada grupo busca ganar dominancia sobre los otros, generalmente impuesta por aquellos que cuentan con el respaldo y el beneficio de la ideología legitimada por el poder; la cual, aunque implica “acuerdos” institucionales, no se traduce en la aceptación o adherencia de la normatividad social (Tyler, 2006). La legitimidad hacia la autoridad mantiene el orden cuando los grupos dominantes buscan perpetuar sus privilegios usando su control hegemónico sobre la cultura para crear ideologías, discursos, mitos y rituales que legitiman su posición favorecida. En respuesta, los grupos subordinados rechazan la autoridad y las instituciones y buscan reivindicar su posición ante determinada situación, mediante otras posibilidades que garanticen cambios y transformaciones en las relaciones sociales (Tyler y McGraw, 1986, citado por Tyler, 2006); a su vez, esto mantiene la falta de pertenencia, de adherencia y de identidad en los grupos subordinados.Si bien la legitimidad es un atributo de valor que proporciona beneficios al ordenamiento social de una sociedad, está inscrita en los procesos históricos que, sustentados en los discursos (estructuras de poder hegemónico), apelan al recurso de la memoria para dar cuenta de la falta de justicia como sustento del conflicto y de la promesa de reparación. Sin embargo, es reconocido que la legitimidad, aunque es concebida como estrategia efectiva de influencia social, al ser usada por los grupos dominantes contra los miembros de grupos subordinados puede provocar una percepción justificada de injusticia por parte de estos últimos (Tyler, 2006); lo cual ayuda a mantener el conflicto y la imposibilidad de su mediación.

El sentido de la justicia, desde la Piscología Social, se basa en la creencia de que la percepción de lo justo cohesiona o no a las personas y a los grupos, en un proceso que funda la pertenencia y la identidad mediante la experiencia compartida y el reconocimiento de que las singularidades de los sujetos pueden ser vividas a través de espacios comunes de vida mediados por la institucionalidad. Desde un marco legal, se ha encontrado que las decisiones de las autoridades, ya sean formales o informales, se respetan de manera más voluntaria cuando son percibidas y reconocidas como legítimas, justas y coherentes (Antonovsky, citado en Palacios y Restrepo, 2008). Otros avances en el campo, desde la justicia restaurativa, han demostrado que los procesos que se realizan desde este marco social y cultural –y no sólo desde la justicia procedimental– se perciben como más justos y facilitan que la gente coopere más con la ley (Nugent, 2003; Poulson, 2003; Roberts y Stalans, 2004, citados en Tyler, 2006).

Un proceso de mediación que se hace desde la justicia –basada en la comprensión de las formas en que ésta es percibida por los sujetos y que regula la relación humana desde el reconocimiento de las necesidades e intereses de cada uno– permite una mayor aceptación de las decisiones entre las partes, y aunque se puede traducir en acuerdos o no, opera como pacto en el orden social. Esta mediación está basada en el reconocimiento y también en la forma en que se estructuran los recuerdos, los olvidos y las fracturas, los traumas del desencuentro en la memoria del devenir de las relaciones y de cómo se han ido articulando los vínculos con todas sus ambigüedades (Shestowsky, 2004, citado por Tyler, 2006).

La percepción de la justicia no sólo opera, entonces, desde una dimensión procesal propia de las instancias jurídicas o de la imposición del poder, sino desde el reconocimiento de una conciencia moral y ética, que actúa como reguladora de las relaciones sociales en sus aspectos distributivos, en relación con los recursos y las necesidades, lo que incluye tanto los bienes, como los significados que éstos tienen para los sujetos (Berti, 2005).

Las ideologías legitimadas formales o informales pueden amenazar o estabilizar la estructura social, en la medida en que cada una tensiona hacia sus intereses, desconociendo lo singular de los sujetos, sus vivencias, lo que trae como resultado mayor distancia entre el ámbito de lo individual o privado y lo colectivo o público. La legitimación de la violación de las normas básicas de intercambio social y el desconocimiento de los pactos y de los acuerdos que ordenan las relaciones humanas contribuyen al detrimento del tejido social y cultural; lo que ha sido reconocido como factor determinante para que se mantengan las condiciones de conflicto, en la medida en que se estabiliza el actuar bajo un discurso impuesto por el poder hegemónico y la obediencia a una autoridad o un amo, aunque paradójicamente éste represente el orden de la “justicia social”. Esto hace necesario pensar vías que rescaten la mediación de la memoria como posibilidad legítima de reconstrucción de las historias de vida en las relaciones, de sus significaciones y de sus estructuras afectivas y simbólicas. Lo anterior, con miras a que sea posible reinterpretar y reconstruir los vínculos en los conflictos y se posibilite la transición de las dinámicas existentes, tanto en el marco de la historia colombiana, como en cada grupo y condición humana, mediante el respeto de las particularidades, la cotidianidad y la singularidad.

Pensar en la reparación de las marcas del conflicto en Colombia desde una vía distinta a la razonada o impuesta por los marcos jurídicos (por ejemplo la Ley de Justicia y Paz del 2005) –que rescate la subjetividad, los sentimientos, las historias desde lo cotidiano de la vida, las posiciones y lo particular del sujeto; y que permita ir más allá de las manipulaciones del poder y de los discursos y restituir el papel de la memoria como agente de la relación social y como guardián que mantiene los vínculos – es el modelo que propone la Escuela de Altos Estudios de la Familia de la Universitá Cattolica del Sacro Cuore de Milán, la cual, conformada por un equipo bajo la dirección de los profesores Eugenia Scabini y Vittorio Cigoli, viene trabajando desde el año 80 en el desarrollo de este modelo para la mediación de conflictos de familia y comunidad (González, 2007).

La mediación social, desde el Modelo propuesto por Milán, reconoce la dimensión de lo afectivo y lo simbólico como estructura fundante de la relación social; por tanto, la reparación del vínculo fracturado por el conflicto debe regirse por la restitución del lugar simbólico, debe ser legitimada en el reconocimiento de lo que ésta significa para cada uno, sustentada en el proceso de comunicación y orientada hacia la comprensión de las necesidades, de los intereses y de las posiciones de cada una de las partes en el conflicto. Es así como esta es una alternativa para la construcción justa y legítima de cada ser o grupo humano, fundada en el reconocimiento.

La mediación, en el Modelo Relacional Simbólico (MRS), busca fortalecer el capital humano en la medida en que contribuye al encuentro de vías o medios alternos para reducir el impacto de las consecuencias y los costos que los conflictos conllevan, lo que origina fracturas en las relaciones que se presentan en los espacios donde se concreta la vida, tales como la familia, la comunidad y la sociedad. En esta medida, el cuidado y fortalecimiento de los vínculos es una tarea prioritaria y fundamental (González editora académica, 2007). Para esto, se hace necesario entender el conflicto como parte esencial y constitutiva de la relación humana, puesto que introduce en la dimensión social de los sujetos una dificultad: la de entender la relación con el símil (prójimo) en la diferencia que se implica entre otro y el sí mismo, como estructura que subyace en la consolidación de la identidad y la pertenencia a una relación (Vegh, 2001). La diferencia representa el lugar de lo simbólico y opera como regulador del deseo pulsional, inscribe al sujeto en un orden mediado por el lenguaje y lo reflexivo y permite rescatar el valor de la vida sobre la muerte, tal y como lo expresó Freud (1978) en su obra El malestar de la cultura (Braunstein, 2008). Así como afirma Maiocchi (2003), las relaciones con el prójimo pueden mover las pasiones más primarias, así como las más altruistas, dependiendo de la falta de lugar simbólico como estructura que opera para representar esa diferencia, esa fractura, esa no relación o esa falta. Este es el lugar de la mediación en lo social.

Principios orientadores y postulados básicos del Modelo Relacional Simbólico

En el Modelo Relacional Simbólico, tal y como se ha anunciado, se reconoce el conflicto y el lugar que éste ocupa en la relación humana como fundamento de las estructuras sociales, y se identifica que puede operar como ordenador y regulador de éstas (González, 2007).

En esta perspectiva de la mediación, el conflicto debe apuntar al entendimiento de vías alternas que no necesariamente implican su negación o solución, sino el restablecimiento de la esperanza en que la justicia ordena la vida humana, como estructura simbólica, lo que restablece el lugar de la ética como pacto social (Vegh, 2001; San Miguel y Figueroa, 2000). Mediante el enriquecimiento de la posición agresor-agredido o víctima-victimario (Marzotto y Telleschi, 1999) y la lógica binaria que subyace a ésta, el conflicto es visto desde esta perspectiva como fuente potencial de enriquecimiento y fortalecimiento, al introducir un tercer elemento en dicha relación: el de la relación y el vínculo (Antonovsky, citado en Palacios, Restrepo, 2009). En el modelo de relación simbólica coexisten dos visiones: la de la psicología positiva, en tanto aporta desde su visión una posibilidad de afrontamiento de los conflictos y de las situaciones traumáticas de los sujetos, como alternativa para la superación de estos (Scabini y Cigoli, 2003). Para esto, se retoman algunos planteamientos de Erik Erikson (1990) tales como la justicia, la generatividad y la esperanza, que son pilares conceptuales del desarrollo humano en su enfoque de ciclo vital, basado en los planteamientos de Antonovsky.

Sin embargo, al enfoque positivo de la psicología y de ciclo vital, el MRS le critica el desconocimiento –que sí es reconocido por el psicoanálisis– del trauma y de las fracturas que el dolor de los dramas de los sujetos implican en la historia de las relaciones, por esto reconoce el lugar del trauma y del sufrimiento en la estructura de los sujetos y los grupos humanos (Scabini y Cigoli, 2003). En este ejercicio se rescatan las dimensiones simbólicas y de significado en que los sujetos dan sentido o no a las experiencias traumáticas, y la forma como se reconstruyen a partir de una ética que los puede ordenar e historiar.

En los sujetos humanos la relación está mediada también por los intercambios de done, por lo que se espera recibir por este dar y que responde a un ordenamiento simbólico. La familia y la comunidad como instituciones sociales están particularmente fundamentadas en el intercambio entre las generaciones y las formas de parentesco (proximidad e intimidad), representan sistemas de pertenencia y de exclusión que determinan las estructuras subjetivas de significado en los seres humanos. Para este modelo, la familia como organizador social de la vida humana es una matriz de lo mental, que no está exenta del conflicto. Lo que se lega o se transmite, por ejemplo de generación en generación y que pertenece al orden de la estirpe o de las estirpes, atraviesa las diversas formas e interpretaciones de las diferencias estructurales de la relación humana en su dimensión histórica e incluye los eventos y acontecimientos que la han marcado en su devenir. Como se ha visto, es posible confirmar que es una estructura de mucha vulnerabilidad social y que en la actualidad atraviesa transformaciones que implican, en las formas de identidad y pertenencia, un costo alto en los conflictos, en la forma como opera la relación social y cultural, así como entre las diferentes “comunidades” y sociedades.

La familia como estructura de lo próximo, lo similar; la comunidad como el lugar de la relación humana en su diversidad y lo común, y la sociedad como el orden de lo simbólico de lo social son determinantes en las formas cotidianas de vida de los sujetos y están sustentadas por procesos de mediación afectiva y simbólica de las diferencias estructurales y de los efectos de la no relación. Estas estructuras atraviesan transiciones, se historizan y se encuentran o desencuentran en pasajes críticos que, en pareja, en familia, en comunidad y en el ordenamiento social, se ponen en juego frente al conflicto entre pertenecer o no, sentirse identificado o no que implica el lugar de los vínculos, su ambivalencia y la calidad de los pactos como ordenadores de la relación social (Scabini y Cigoli, 2003).

Cada estructura social se fundamenta en el establecimiento de diferentes pactos, algunos secretos, otros explícitos y otros implícitos. Estos pactos constan de dos órdenes: uno singular o referente a la organización de la estructura, llámese familia, pareja o comunidad, y otro determinado por la cultura y la sociedad, que normatiza y que se traduce en los ritos, las normas sociales y la forma en que se ejerce el control a través del discurso como ordenamiento social (González, 2007).

La mediación, entonces, consiste en desarrollar un lugar de escucha donde la diferencia o la función de “tercería” permitan recuperar la palabra como expresión simbólica de la falta de “relación” humana. Implica un orden, un principio organizador del conflicto: la justicia y la lealtad, en tanto que operar en este lugar permite restituir la esperanza, la confianza en el vínculo con el otro. Además, el intercambio de dones (dar, donar y recibir al y del otro) funciona como fuerza dinamizadora del conflicto para la “cura” (cuidado) de los vínculos en la familia y la comunidad (Maiocchi, 2003 y González, 2007).

Igualmente, si bien la mediación comparte con el ejercicio de la jurisprudencia la idea de justicia y de legitimidad, el papel que juega como organizadora de las relaciones y los conflictos humanos no se ubica en la competencia de la ley, sino en la dimensión humana del valor ético de la justicia y la equidad. La función del mediador(a) consiste, entonces, en hacer presente el lugar de un “otro” simbólico en el escenario del conflicto, el cual opera para restablecer el lenguaje, para que cada uno(a) se pueda expresar, legitimar y reconocer en su diferencia y en la comunalidad (Maiocchi, 2003 y Marzoto y Tamanza, 2007).

El(la) mediador(a): función y formación

El(la) mediador(a) es un operador social. Es decir, asume diferentes funciones según el tiempo y el tipo de mediación. Se debe tener ética y preparación en habilidades de escucha y de mediación para poder mantener la idoneidad de la función de mediador, pero además, hay que contar con habilidad y creatividad para sortear las diferentes situaciones y retos que implica trabajar en el conflicto. Además, el mediador debe reconocer el lugar de la memoria, los procesos de rememoración, las formas en que se recuerda lo olvidado o lo fragmentado y, así, traer a colación aquello de lo que no se habla. Su legitimidad está dada por el reconocimiento de la diferencia en cada uno, como posibilidad de encuentro y restitución en la palabra, en el lugar de lo simbólico y de la ética. Ello da lugar a la forma particular en que se anuda la vivencia de la relación con sus paradojas y contradicciones, en una forma “historiada” en su devenir y que se reordena a partir de una nueva estructura relacional: el vínculo.

El trabajo de mediación opera para situar el lugar de la relación a través del reconocimiento de cada uno en ella, y para reestablecer o permitir “relanzar”, reinterpretar, el vínculo como estructura nodal de intercambio social (Marzotto y Telleschi, 1999; Marzotto y Tamanza, 2003; Scabini, y Bramanti, 2004, Tamanza, 2007).

El concepto de “vínculo” en el MRS

El Modelo Relacional Simbólico tiene como pilar el concepto de “vínculo”, éste constituye su fundamento. Es concebido como un constructo teórico complejo, sobre el cual se fundamenta la mediación de los conflictos. Acorde con el planteamiento de Cigoli y Scabini (2003), el vínculo no constituye una percepción, sino que es más bien la representación del concepto, en tanto incluye aquello que aporta el significado y da sentido a esta percepción, es visto como la estructura que sustenta la relación, como referente simbólico liga y une, aun en la paradoja o en la diferencia.

El vínculo incluye los ejes afectivo y ético, dentro de los cuales están: la confianza, la esperanza, la justicia y la lealtad. En relación con la confianza, ésta se determina por el reconocimiento de una necesidad humana de depender de una relación que lleva al establecimiento de vínculos, los cuales se constituyen en pilares de lo social. La esperanza, por su parte, se aprecia en la búsqueda permanente de soluciones; de vías para encontrar lo común, la mutualidad, lo constructivo y la satisfacción o el placer en la relación con el otro, como una promesa, un porvenir. Ambas hacen referencia al eje de lo afectivo y lo emocional. El otro eje, el ético, implica el orden simbólico de la necesidad de regulación en lo social.

Por su parte, la justicia hace referencia al equilibrio o desequilibrio en el dar y recibir, así como en la distribución de los recursos, está basada en el reconocimiento de las necesidades y posiciones de cada uno y compete el ejercicio del poder. Se refiere al intercambio social y está fundada en aquello que se espera como donación del otro al pertenecer a una relación, y regula lo generativo o el estancamiento del intercambio afectivo o de objetos en éste. La lealtad se refiere al grado de responsabilidad asumido frente al pacto, da sustento al compromiso con el otro a partir del lugar que representa ese otro y del valor que se da en la relación; implica el cumplimiento de los acuerdos frente a las funciones de cada uno hacia el otro y hacia la responsabilidad de lo común en la relación. Estos ordenadores afectivos y éticos están relacionados con el típico don de la madre y del padre; a su vez la cultura, al proveer una base afectiva, un nombre –sustento de la identidad social–, un patrimonio simbólico que suministra pertenencia, atribuye derechos y regula la relación entre los grupos. El padre como representante de una ley no implica tareas específicas de género, sino que hace de referencia a la diferencia entre el yo y el otro, porque introduce las cualidades simbólicas que ordenan las relaciones entre los sujetos humanos para vivir en sociedad (Cigoli y Scabini, citados en González, 2007).

La especificidad de la estructura social se organiza a partir de la inscripción y de los tipos de filiación y parentesco, puesto que no es natural en los sujetos humanos. El principio organizador es el que califica la identidad y la pertenencia de los grupos, opera como “organizador relacional” y establece una triple diferencia: entre géneros, generaciones y estirpes (que incluyen las ramas paterna y materna) (Cigoli y Scabini, 2007). Cigoli y Scabini (citados en González, editora académica 2007, p. 80) definen “El principio simbólico (…) [como] la estructura latente, subterránea, del sentido que sujeta y da linfa a la relación entre género, generaciones y estirpes”. Los mismos autores afirman que el símbolo es reconocido, etimológicamente “como lo que vincula y conecta entre ellas a partes diferentes y que a través de acciones de conjugación permite el reconocimiento” (Cigoli y Scabini (citados en González, 2007, p. 79). Este principio comprende los dos ejes mencionados anteriormente.

El primero, de orden afectivo, incluye las categorías de confianza-esperanza, así como los sentimientos que expresan una sensación básica existencial de confianza entre el uno y el otro; además, estas categorías son la base de la relación social y de las acciones cooperativas. Su centro es el “corazón” y se relaciona sobre todo con los aspectos protectores de peligro y los aspectos de renovación del vínculo, como aceptación de una obligación relacional de reciprocidad. La esperanza opera como promesa y sitúa lo posible de las relaciones como respuesta a una visión teleológica de la causalidad en la vida humana. Sin embargo, ésta expresa una tensión relacional, una espera, es algo lanzado hacia adelante, un augurio, una promesa de bien o no; puede coincidir en cierta manera con el positivismo de la vida, “puesto que hasta que haya vida hay esperanza […] es solo en el clima de esperanza y confianza que la persona puede desarrollarse, proyectar, advertir el deseo de conocer y desear invertir afectos y energías en el otro” (Cigoli y Scabini citado en González, 2007, p. 81).

El segundo eje, el ético, se refiere a las categorías de justicia-lealtad. Se define por los aspectos relacionados con la regulación del intercambio social, en tanto implica lo que se da y se recibe en las relaciones, en la distribución de los recursos y de los dones (bienes, patrimonio, estatus, caracteres hereditarios, afectos, reconocimientos, valores, entre otros) (González, 2007). La justicia tiene un enfoque diferente a la jurisprudencia en la medida en que: “[…] tiene un fundamento intersubjetivo inmediato, en el sentido que está constitutivamente comunicada con el otro, está en el lado del orden práctico, preside los intercambios, se aplica a las acciones y a los agentes de las acciones; también es “tensa”: en efecto es una idea reguladora que dirige al actuar “(Cigoli y Scabini, citados en González, 2007, p. 81). La justicia distributiva está ligada al destino, por la vía de lo que se hereda y se recibe de las generaciones anteriores o del otro, pero, igualmente, constituye una ética retributiva dada por la balanza del dar y recibir en el intercambio generacional, como deuda generacional. Este concepto se diferencia de la teoría utilitarista –considerada simplista y restrictiva para la investigación de una realidad compleja como los campos relacional y simbólico, que subyacen en los conflictos en familia y la comunidad–, en tanto hace referencia más bien a una tendencia compleja que implica una posición relacional y una dinámica de intercambio simbólico que determina el valor de lo que se da, se espera y se obtiene o no del otro en la relación social.

La lealtad se define como “la fidelidad hacia el compromiso o la regla que ordena la acción” (Cigoli y Scabini, citados en González, 2007, p. 82). Implica un reconocimiento del lugar preferencial hacia las personas a las cuales se está ligado por un vínculo primario. Tiene una configuración triangular y conflictiva que implica el juego entre tres elementos: el primero, incluye a la persona frente a la que se establece una preferencia; el segundo, excluye a la persona objeto de tal preferencia, y el tercero, también incluye a la(s) persona(s) que está(n) excluida(s) de esta relación preferencial (fidelidad). En este sentido, el sistema de lealtad interpersonal es considerado como intrínsecamente conflictivo e implica posiciones que están determinadas por una estructura afectiva, histórica y ética particular y que abarca a la persona, a la cultura y a la sociedad (González, 2007). En la Figura 1 se puede observar la estructura del vínculo, tal como ha sido concebida por la Escuela de Milán.

La memoria como vía de justicia, legitimidad y reparación en el MRS

A manera de epílogo

…sin confianza no nace la unión social y sin reciprocidad, no vive (Scabini, 2004) Sin memoria no nace la identidad y sin justicia, no se reconoce ni se legitima
(Autoras)

Ahora bien, tal y como se ha planteado, en el MRS el vínculo es una estructura de relación invisible y sobreentendida que posee significado y sentido; liga o separa la experiencia vital conjunta o común en su diferencia estructural y en el reconocimiento de ésta entre los géneros, entre las generaciones y entre la secuencia de generaciones (estirpes), en el marco de lo ético y lo afectivo; dentro de un orden simbólico que se denomina cultura y que se constituye como lugar del consenso y la construcción de lo social. Esta cultura permite dar significado a la construcción de identidad y sentido de pertenencia a las relaciones humanas, a través de sus ritos, los valores que circulan, las representaciones y los imaginarios sociales. Restablecer el lugar de lo simbólico en los conflictos implica reconstruir una mediación que puede, a través de la memoria, la práctica de la remembranza, dar cabida a una historización de la relación, de sus fracturas, de sus encuentros, de sus divergencias basadas en la comprensión. La estructura de comunalidad y de consenso debe operar desde una legitimidad, que en el escenario de la cultura da lugar a la subjetividad y a la particularidad. Las fragmentaciones de lo actual y de la conflictividad han tenido efectos importantes en las estructuras sociales, implicando a instituciones como la familia y la comunidad. La mediación, en consecuencia, se presenta como una posibilidad de unir o ligar, en el orden de lo simbólico, los procesos de memoria y olvido de una historización que le da orden y sentido al acontecimiento o al hecho desde la relación humana. A su vez, el vínculo, que implica los ejes afectivos y éticos, permite ordenar aquello que en un pasado traumático ha quedado fragmentado y ha causado rupturas o resquebrajamientos por los conflictos en las estructuras subjetivas que ordenan la vida en comunidad. El conflicto, considerado como inherente a la condición humana, influye en las dinámicas sociales de las relaciones, las atraviesa y las transforma; puede ser encauzado hacia lo constructivo o lo destructivo, hacia lo generativo o lo degenerativo o incluso hacia el estancamiento. Entender y potenciar el conflicto como vía de construcción –fundada en el reconocimiento del derecho legítimo de acceder a una posición subjetiva, representada en la forma como se recuerda, se construye el relato, se narra, se testifica y se re significa el hecho o el acontecimiento traumático implica: primero, el reconocimiento legítimo de un derecho a la expresión, no necesariamente viciado por la sustentación de su legitimidad y, segundo, la investigación que a veces ampara esta condición de víctima o victimario. El conflicto no puede estar adscrito a una versión impuesta desde el poder, que determina la forma en que la vivencia o los acontecimientos traumáticos obtienen un reconocimiento y una legitimidad.

Figura 1. Principio simbólico Fuente: Restrepo y Campos (2009; 2010).

La apuesta a la que el Modelo Relacional Simbólico consiste en rescatar la subjetividad, la forma particular de reconstruir esa vivencia en un vínculo; implica ordenar ese testimonio, testificación del conflicto, paradoja que separa o une en una estructura simbólica, ordenada por ejes de orden afectivo y ético en lo social; además, incluye el relanzar el “vínculo” posterior a las rupturas ocasionadas por los conflictos, para restituir el lugar de la confianza y la esperanza, lo que permite volver a ligar, religar, las relaciones entre los sujetos.

La memoria, igualmente, implica una complejidad, es una estructura conflictiva en su base, llena de imprecisiones y contradicciones, pero también reconocida como pilar de la identidad, como aquello que permite ligar en el lenguaje las experiencias traumáticas y fragmentadas, atravesadas por los conflictos, por la promesa de reconstrucción de las marcas que los acontecimientos y hechos han dejado en el tejido humano y social. La restauración no se fundamenta sólo en la rememoración o en el simple recuerdo, sino en la elaboración, en el entendimiento de lo que ha significado la experiencia, en su reinterpretación y en la posible reparación a la que justamente se accede a través de este proceso de reconocimiento mediado por un otro. La mediación, al operar desde lo simbólico para reconstruir la comprensión en los tiempos, la historia de las relaciones y sus afectos, incluye en la forma de restituirse y restituir, con una justicia basada en una ética. Además, permite la emergencia de lo singular y de lo particular sin descalificar los aportes de la diversidad y, en esa medida, posibilita reparar fracturas a través de la vía de la legitimidad, la cual se funda en la riqueza de la diferencia, mediada por otro, y afianza la identidad, cohesiona los grupos y mantiene la cultura.

Ya que el MRS opera en la relación humana como espacio de mediación que posibilita efectos de reparación y regulación del conflicto, a través de la movilización de los componentes afectivos y éticos del vínculo, es entonces posible plantear alternativas de reparación que se sustenten en esta noción de vínculo, en las ideas que se tienen sobre lo legítimo y lo justo, para recuperar la palabra y dar lugar a lo simbólico como reconocimiento de la diferencia introducida por otro y como espacio de comprensión. Las nociones de justicia y de legitimidad, así como lo que se desprende de ellas (como el concepto de autoridad) pueden operar a través del reconocimiento de lo que implica la autoridad como representación de un lugar y un orden simbólico que está operando en la ley. Merece un especial estudio el papel de la autoridad como ordenadora de los procesos de memoria y reparación de conflictos. Desde el Modelo Relacional Simbólico se abre una vía que da lugar a la confianza y a la esperanza como posibilidades de reconstrucción y de cuidado de los vínculos. Es una opción basada en la legitimidad de la justicia y la lealtad, y fundamentada en el reconocimiento de la memoria, basada en el reconocimiento de la diferencia que, desde el otro y desde el orden, funciona como sustento simbólico de las identidades en lo social.


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