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Apuntes: Revista de Estudios sobre Patrimonio Cultural - Journal of Cultural Heritage Studies

versión impresa ISSN 1657-9763

Apuntes v.20 n.1 Bogotá ene./jun. 2007

 


Las misiones circulares de los jesuitas en Chiloé.
Apuntes para una historia singular
de la evangelización
*

Ramón Gutiérrez.

ramongut@interserver.com.ar
Arquitecto. Investigador del Consejo de Investigaciones Científicas de Argentina. Académico de Número de la Academia de la Historia y de la de Bellas Artes. Consultor de UNESCO para temas de patrimonio cultural americano.

Recepción: 15 de diciembre de 2006 Evaluación: 28 de mayo de 2007 Aceptación: 15 de junio de 2007



Resumen

Los jesuitas ocuparían en América las áreas de la periferia y donde existía un mayor riesgo de conflictos bélicos con los indígenas o con otras potencias europeas. Su acción de consolidación y defensa territorial fue a la par con su tarea evangélica.

En el caso de Chiloé, un territorio aislado en el extremo sur del continente tanto por su característica insular cuanto por la frontera infranqueable que habían formado los indígenas, hasta avanzado el siglo XVIII, los jesuitas organizaron una fantástica red espacial con sus "misiones circulares" que permitían consolidar comunidades aborígenes en caseríos en torno a una capilla que era visitada anualmente y cuyas funciones rituales eran dirigidas durante el resto del tiempo por "fiscales" extraídos de la propia comunidad. El mecanismo de "selección de los mejores", que era consustancial al criterio pedagógico de la Compañía, se desarrolló desde el Colegio de Castro y se proyectó en este sistema empírico de evangelización, cuya red hoy permanece -aunque sus capillas se hayan renovado-mostrando la vitalidad de una manera de articular la religión con la vida cotidiana de aquellas comunidades. De esta manera, la obra de los jesuitas en Chiloé es un rasgo identitario tan fuerte como la geografía y la forma de asentamiento de "bordemar" y deja una impronta cabal y singular en la cultura regional. También es una modalidad excepcional de acción evangelizadora respecto de otras experiencias jesuíticas en el continente.

Palabras Clave del Autor: Jesuitas, misiones circulares, archipiélago, fiscales, franciscanos de Propaganda Fide.

Descriptores*: Misiones jesuíticas - Chiloé (Chile), Evangelización - Chiloé (Chile), Misiones franciscanas - Historia - Chiloé (Chile)



The Circular Missions of the Jesuits in Chiloé.
Notes to a Particularity in the
History of Evangelization

Abstract

The Jesuits in America occupied peripheral areas and zones with a high risk of warlike conflicts with Indians or other European powers. The consolidation and defense of territories was as important as the evangelic duty.

In the case of Chiloé -isolated because of its location in the extreme south of the continent, because of its island-like characteristics and because of the impassable border formed by the Indians- the Jesuits organized in the course of the 18th century a fantastic spatial network with their "circular missions" which allowed them to consolidate aboriginal communities in settlements around a chapel that was visited once a year and whose religious duties were led for the rest of the year by a "fiscal" appointed from the community itself. The "selection of the best" -mechanism which was inherent in the pedagogical criteria of the Compañía de Jesús- was developed from the Castro school and was applied to this empirical evangelization system. Although the chapels have been renovated, the network still shows the vitality of this way of organizing religion in the everyday life of the Chiloé communities. The work of the Jesuits in Chiloé is a distinctive feature as strong as the geography and the "seaside" settlement characteristics, and leaves a singular mark in the local culture. It also is an exceptional way of evangelization compared to other Jesuit experiences on the continent.

Key Words of the Author: Jesuits, Circular Missions, Archipelago, Fiscals, Franciscans of Propaganda FIDE.

Key Words Plus: Jesuits-missions - Chiloé (Chile), Evangelistic Work - History - Chiloé (Chile), Franciscans - Missions - History - Chiloé

* Los descriptores están normalizados por la Biblioteca General de la Pontificia Universidad Javeriana.


Desde que Alonso de Camargo descubriera en 1540 las costas de Chiloé, se habrían de suceder varias expediciones impulsadas por Francisco de Ulloa (1553) y el gobernador de Chile Francisco Hurtado de Mendoza, quien intentó la empresa en 1558 acompañado de Alonso de Ercilla y Zúñiga, escritor del poema La araucana (Ercilla, 1866).

Posteriormente, en 1562, Francisco de Villagra recorre Chiloé desde la isla de Quinchao y tiene conflicto armado con los indígenas antes de regresar a Arauco. La organización administrativa del archipiélago fue planeada por Martín Ruiz de Gamboa, quien, comisionado por su suegro el gobernador de Chile Rodrigo de Quiroga, organizó expediciones de reconocimiento y conquista por mar y tierra formando en la Isla Grande el poblado de Santiago de Castro y la villa de San Antonio del Chacao.

La evangelización de la región comenzó tempranamente con los padres mercedarios que acompañaron a Ruiz de Gamboa en 1567, pero fueron realmente los franciscanos quienes a fines del siglo XVI formaron las parroquias de San Antonio de Carelpamu y San Miguel de Calbuco (Tampe, 1977, p. 548).

Según el padre Tampe:

los pueblos del archipiélago que nacieron en aquellos años carecen de historia; tampoco se conoce la fecha en que cada uno comenzó a formarse. Solo en el siglo XVIII tenemos constancia de la fundación de la ciudad de San Carlos de Ancud (1768) y de la Villa de San Carlos de Chonchi (1764) (...) Es por eso que los centros poblados como Puqueldón, Achao, Tenaún, Quemchi, Quicaví, Queilén y otros, carecen de un origen conocido; de ellos solo se conoce la fecha de instalación de sus capillas (1981, p. 7).


Los padres de la Compañía de Jesús en Chiloé

Los jesuitas arribaron en misión a Chiloé hacia fines de 1595, cuando el padre Luís Valdivia ingresa a la Villa de Castro que entonces tenía un convento mercedario, un templo parroquial y un caserío de una docena de viviendas cubiertas de paja. Recién a comienzos del siglo XVII la Compañía de Jesús comenzaría de una manera continua su acción en la región chilota. En efecto, en 1608, partiendo desde Penco, se instalarían en Castro los padres Melchor Venegas y Juan Bautista Ferrufino que misionaron varios meses en el archipiélago.

En una nueva campaña en el año 1611, los jesuitas extendieron su radio de acción hasta el archipiélago de los chonos y en las islas Guaitecas y Guayaneco. Decía Ovalle que "la misión más trabajosa que aquí tienen los Padres es la de los Chonos, gente más apartada del comercio de los españoles, más cercana al Estrecho e inculta de cuantas hay en estas partes" (1890, p. 308).

Las misiones de los jesuitas fueron dando pie a la formación de pequeños puntos de apoyo donde habrían de construir capillas a partir de la residencia de Castro. Ellas fueron inicialmente las de Quinchao, Chonchi y posteriormente Cailín, desde donde avanzarían con misiones temporales sobre la región de los chonos, superando los problemas de la difícil navegación. Hacia mediados de siglo, la presencia del obispo de Concepción Fray Jerónimo de Oré, quien recorrió la comarca en visita pastoral bautizando y confirmando, dio renovado impulso a la acción evangelizadora y ratificó la presencia de la Compañía de Jesús en Castro.

El Colegio del Dulce Nombre de Jesús de Castro fue consolidado definitivamente en 1673 y su templo actuaba como cabecera de todas las viceparroquias formadas por los jesuitas en la región. Para su mantenimiento contaba con cuatro estancias trabajadas por indígenas y personal español contratado. Esta suerte de "encomienda" de la Compañía contaba, en el momento de la expulsión, con un total de 141 indios de servicio (Álvarez et al., 1988, pp. 41-43).

La red misional de los jesuitas se estructuró sobre cabeceras y residencias que permitieron formar un circuito intermedio entre el Colegio de Castro y las dispersas capillas del archipiélago. Estas cabeceras consolidadas en el siglo XVIII fueron las de Achao, Chonchi, Nahuel Huapi, Guar y posteriormente Cailín, aunque también hubo una residencia esporádica en Chacao.

La instalación del Colegio en Castro dio lugar a una de las modalidades misionales más notables, la de la "misión circular", que iba recorriendo los archipiélagos catequizando a los indígenas y creando puntos de referencia en pequeñas capillas y asentamientos de caseríos ya misionados. La estrategia era ir avanzando concéntricamente desde los islotes más próximos hasta los más remotos de Chonos y Guaitecas, utilizando las épocas adecuadas por razones climatológicas, entre los meses de septiembre -primavera- y mayo. ("Breve noticia...", 1871, p. 380). Esto no obviaba lo sacrificado y fatigoso de un sistema que exigía la permanente movilidad de los sacerdotes, que andaban en las canoas -dalcas- llevando el mensaje evangélico.

De esta manera, los jesuitas atendían todos los años a dispersas comunidades que tenían como referencia fundamental un conjunto de 77 capillas en que concentraban a los indígenas para las visitas misionales, donde, durante tres o cuatro días, impartían la catequesis, bautizaban, casaban y daban la comunión y otros sacramentos. Todo esto requería una adecuada planificación que permitía cumplir acabadamente con la tarea que el Colegio de Castro regenteaba (Poliakova, 1995).

Sabemos, por ejemplo, que la misión circular de los Padres Melchor Strasser y Miguel Meyer, realizada entre 1758 y 1759, comenzó un 20 de septiembre en la capilla de Ichuac, próxima a Castro, y continuaba en enero en Rilán, Dalcahue, Caleng, Añihué, etc. En febrero ya estaban en Chacao Metamboc y luego en Carelpamu, Abtao y Tabón, continuando por Chidhuapi, Linao y arribando de nuevo a Castro en Mayo.

Un relato del padre José García decía que "cuando llegan los misioneros a la playa, toda la gente que pertenece a aquella capilla está junta, esperando formados en procesión con su cruz por delante; sacan los santos a la playa, y así como están encerrados en sus cajones los conducen a la Iglesia cantando las oraciones". Esta mención a los "cajones" se hacía porque muchos de los templos al comienzo carecían de imágenes y los jesuitas llevaban consigo a los santos para ser entronizados provisoriamente en los altares (Harter, 1934).1 "En llegando a la Iglesia, los padres misioneros arman los tres altares y el 'patrón', que es un hombre de juicio, tiene obligación de cuidar la Iglesia, luces, que no entren perros ni haya ruidos". Luego, el misionero pasaba lista de las personas de la capilla y comenzaban los distintos oficios (Tampe, 1981, pp. 16-17).

El sistema se sustentaba en la actividad continua que introducían los "patrones" y "fiscales". Estos últimos habían sido autorizados por los dignatarios civiles desde 1621, y los eclesiásticos desde 1763. Actuaban como una suerte de catequistas que los jesuitas formaban en cada comunidad y que atendían las principales funciones religiosas y las oraciones dominicales en la ausencia de los Padres. Estos fiscales estaban autorizados para bautizar y dar la doctrina, y actuaban como mediadores y componedores en rencillas internas de la comunidad, habiendo un fiscal para cada capilla (Cárcamo, 1965, p. 9).

Los patrones estaban al cuidado de la mayordomía y el mantenimiento de las capillas y llevaban la contabilidad demográfica y de acciones religiosas que permitía a los jesuitas verificar el crecimiento espiritual y social de la comunidad (Guarda, 1968, p. 205).

Formado el Colegio jesuítico en Castro, fue colocado posteriormente bajo la conducción del Padre Nicolás Mascardi quien, habiendo arribado a Chile a mediados del siglo XVII, insistió en trabajar en las misiones que la Compañía de Jesús tenía en Rere, Arauco y Chiloé afirmando:

"He venido a predicar, a asistir espiritualmente a los indios, a enseñarles a vivir mejor, a evitar que los conquistadores los maltraten" (Noziglia, 1980, p. 247). Mascardi fue a Castro luego de padecer la rebelión de los araucanos de 1655 que asoló Chillán y toda la región. Conociendo las causas de estos alzamientos en el mal trato que los españoles daban a los indígenas, Mascardi protestaría ante la esclavitud de los tehuelches que eran traídos por los españoles del otro lado de la cordillera y, entre 1666 y 1669, planeó la liberación de éstos y el retorno a sus tierras, donde descubriría el lago Nahuel Huapí y recorrería el río Limay (1673) antes de ser muerto por indígenas a orillas del río Deseado, Provincia de Santa Cruz, Argentina (Enrich, 1891, p. 51).

Posteriormente a la misión a Nahuel Huapí se encararía la evangelización de la isla de Guar hacia 1710, repoblada por indígenas procedentes de Chonos (Mansilla, 1991). Los jesuitas instalaron allí una capilla de San Felipe y una casa misional que fue abandonada en 1718 aunque continuaron con misiones anuales. La migración de los chonos significó superar largos años de conflictos étnicos con los chilotas y adaptarse a un modo de vida sedentario y pacífico (Olivares, 1874). A pesar de las promesas de ayuda oficial, aparentemente no llegaron nunca las tablas para la construcción de la capilla de San Rafael, como le sucedería al Padre Arnoldo Vaspers que en 1717 intentaba infructuosamente que los soldados le permitieran embarcar las maderas para su templo de Penco (AHNCH, Fondo de Jesuitas, leg. 73).

A comienzos del siglo XVIII había en Chiloé tres curatos principales: Santiago de Castro del cual dependían 51 capillas con sus pueblos, San Antonio de Chacao con unas 17 capillas y San Miguel de Cabulco con 13 capillas, según puede deducirse de la visita que realizara el obispo de Concepción Diego Montero del Águila (Enrich, 1891, II, p. 76).


La modalidad de los asentamientos chilotas

En su testimonio al rey, el obispo decía en 1712:

Visité las misiones de la Compañía. Por donde he transitado, he visto mil indios gentiles, montados a caballo con sus lanzas... Creen en Dios y tienen respeto por los sacerdotes... Hay en sus más empeñados retiros, entre las cordilleras, catorce casas de misioneros, todos ellos de la Compañía de Jesús, con dos religiosos en cada una de ellas, a los cuales ayudé a llorar, por consolarlos, no a convertir, porque para esto no necesitan de incentivos, sino de medios... Estos pobres misioneros pierden la salud y la vida, perdiéndoles el mal gobierno de los seculares la mies que recoge su predicación (Enrich, 1891, II, p. 76).

La especificidad del sistema del archipiélago de Chiloé fue un condicionante esencial de la forma de ocupación del espacio territorial, que ha sido definida como de "bordemar", es decir, de ocupación puntual de la costa, aprovechando los pequeños golfos, ensenadas y caletas protegidas. En esto los jesuitas respetaron los parámetros de asentamiento de las culturas indígenas y sobre su red de articulados caseríos se montaría el mecanismo de la "Misión Circular".

Pero, curiosamente, también los españoles abandonaron sus incipientes núcleos urbanos en el siglo XVII y optaron por un patrón de asentamiento rural, próximo a la localización de la mano de obra indígena y a las formas de comunicación y movilización interna (Urbina, 1987, p. 24). Esto en definitiva marcó una forma inusual en la conquista española con asentamientos puramente costeros, sin pueblos mediterráneos, casi con el esquema de capitanías que utilizarían los portugueses en el Brasil (Gutiérrez, 1983).

Más aun, el sistema de dispersión rural que habría de formar esta modalidad de asentamiento, contradeciría el tradicional patrón reduccional que, desde fines del siglo XVI, las autoridades virreinales imponían en toda América. Se trataba, en efecto, de "reducir" o agrupar, para concentrar en "policía" (polis = ciudad) a los indios de manera de poder evangelizarlos mejor y a la vez asegurar un más eficiente cobro de los tributos reales (Gutiérrez y Esteras, 1990, p. 98).

La comprensión del espacio chilota debe por lo tanto hacerse desde la perspectiva de esta visión dispersa que se articula por el sistema de navegación. Este mecanismo naval es el que da referencia precisa a las formas de ocupación del sitio, a los modos de asentamiento y al enlace entre las comunidades. Esto lo captaron los jesuitas cuando optaron por reconocer el asentamiento indígena, fundar en ellos sus capillas y crear la misión circulante (Urbina, 1986).

Las referencias de las 77 capillas fundadas por los jesuitas que existían en 1755, son un tanto imprecisas. Algunos, como el arquitecto Roberto Montandón, adjudican a Achao el año 1730 como fecha de fundación, lo cual la convertiría en la más antigua de las que actualmente se conservan (Montandón, 1964, p. 134). A Chonchi se le otorgó el título de Villa en 1764, pero a la expulsión de los jesuitas (1767) muchos de estos pueblos eran la capilla con un rancherío próximo y en otros casos como Caulín era un caserío de cuatro casas dispersas. En realidad una política urbana de concentración recién tendría visos de andadura hacia el último tercio del siglo XVIII.

En general, parecería que se mantuvo un criterio de ordenamiento poblacional, tanto en ciudades de españoles como Castro, cuanto en los poblados de indios donde la capilla y el atrio ocuparon un punto de referencia central. Sin embargo, solamente en Castro y en Achao, luego del incendio de 1784, se verifica una intencionalidad urbana de formar calles rectas. La mayoría de los asentamientos reconoce las condiciones de la topografía y el asentamiento del bordemar formando estructuras "espontáneas" que no responden a un modelo urbano predeterminado, aunque respeta condiciones geográficas del emplazamiento y la jerarquía de la capilla dentro del conjunto, que tiende en definitiva a consolidar el entorno de su plaza-atrio (Gutiérrez, 1993).

La identificación de "poblado" con "capilla" es aquí total. No hay poblado sin capilla, aunque pueda existir capilla sin "poblado". Pero tampoco la capilla de por sí asegura la consolidación de un entorno construido alrededor de la plaza-atrio y, por ende, a veces encontramos capillas sin caserío, aunque con cementerio o eventualmente una casa próxima perteneciente al cuidante. De aquí la singularidad del templo u oratorio como elemento esencial de la congregación poblacional.

Otra de las características propias de estos templos fue su construcción en madera con tecnologías que han perdurado hasta nuestros días y que hacen muy dificultoso, como en toda arquitectura popular que da permanencia a sus tipologías, el definir una cronología para cada obra (Guarda, 1970a). El hecho de estar realizadas en madera y los frecuentes incendios obligaron a una reposición edilicia permanente que conflictúa aún más las posibilidades de identificación de las obras a partir de una fecha cierta de su construcción (Cáceres, 1970, p. 15).

Un elemento que llama la atención es la dimensión de muchas de estas iglesias en relación con la población que podía utilizarlas habitualmente. Es cierto que para las festividades de los santos patronos no solamente venían los habitantes de una isla sino también los devotos de otras comunidades próximas, lo que sin dudas creaba necesidades de atender a una población más amplia, pero de todos modos hay templos de excepcionales dimensiones como Quinchao o Nercón que fueron realizados en el siglo XIX o inclusive en el XX.

Al estar realizadas las capillas por trabajo de "minga", esfuerzo propio y ayuda mutua, es posible que estas mayores dimensiones tuviesen que ver con rasgos de prestigio social interno de las comunidades chilotas, ya que el templo las representaba claramente como expresión física y material de la capacidad expresiva de la comunidad. La altura de las torres es otro elemento notable, pero ello sin dudas tiene que ver con el carácter de hito para la identificación del poblado por parte de los navegantes que recorrían el archipiélago y sus canales.

Junto a los templos se ubicaba la plaza-atrio que conformaba un espacio amplio para el culto al aire libre. No siempre tuvo las mismas formas, aunque predominan las rectangulares o las cuadradas, y aquí vuelve a manifestarse la importancia que tuvo la adaptación a la topografía local. Hay claramente un sentido escenográfico en la ubicación de la iglesia pues ocupa un espacio elevado a cuyos pies se organiza la plaza (Balze y Koster, 1979).

La preparación para la misión -o "tiempo santo"- se complementaba con el festejo de la fiesta patronal de cada una de las capillas, pues constituía el otro punto de romería donde las dalcas de las parroquias vecinas acompañaban a los feligreses de la capilla. Por ejemplo, aun los indígenas caucahues reducidos en Cailín tranquilamente hacían sus procesiones de la Virgen del Carmen con una amplia escenografía barroca de arcos triunfales de ramas, y penitentes con sus cruces y coronas de espinas (Gutiérrez, 1997).

Como es habitual en los poblados hispanos, la plaza condensa todas las funciones de la comunidad, desde las religiosas y civiles hasta las lúdicas y comerciales. Con la evolución de las actividades económicas en el archipiélago y la división del trabajo, algunas de estas plazas privilegiaron usos y crearon la imagen específica del poblado. Tal el caso de Quemchi con el desarrollo de la industria maderera.

Si los núcleos de capilla y plaza parecen responder a una cierta idea planeada de organización, por el contrario la distribución de las viviendas adquiere una organicidad en su dispersión que, sin embargo, no le quita homogeneidad a los conjuntos. Es posible que la idea de colocar las casas un poco separadas tenga que ver con los riesgos de la propagación de los incendios en la arquitectura maderera, tal como los propios jesuitas habían hecho en los poblados del Tarumá paraguayo.2

Las casas buscaron también mantener su relación con el medio marítimo, tanto visual como funcional. Balcones y vanos abiertos, pero a la vez protegidos de los vientos dominantes, terrazas-miradores y eventualmente soluciones palafíticas para controlar las mareas con las escalinatas que posibilitaban el acceso a muelles y embarcaderos (Anguita et al., 1980).

El palafito marca una forma de ocupación del espacio costero en un tipo de vivienda que articula las actividades de pesca y labranza del habitante chilota que ocupa el bordemar con su embarcación y hacia atrás un pequeño huerto de cultivo agrícola.


La transculturación y la capacitación del indígena

Los religiosos de la Compañía de Jesús montaron tanto en Castro como en Quinchao una escuela de enseñanza y sus residencias poseían importantes bibliotecas. Como sucedió en otras misiones, la música fue un vehículo importante de la inserción de los indígenas en los aspectos de la evangelización. En este sentido, fue muy apreciada la actividad del Padre Francisco Van der Bergh (Vargas) y del Hermano Coadjutor Luís Berger para formar coros y orquestas.

Los jesuitas, como en sus otras experiencias misionales, respetaban las creencias de los indígenas en tanto no fuesen contradictorias con la fe católica. Buscaron, como sucediera con los guaraníes, llevarlos de un sistema poligámico a monogámico y persistieron en una prédica tendiente a erradicar las idolatrías. Su preocupación era construir con ellos una sociedad nueva y distinta con parámetros ejemplares que no encontraban en la sociedad europea.

Los talleres artesanales que los indígenas montaron para la carena y construcción de sus barcos y los templos dieron paulatinamente paso a la fabricación de imaginería religiosa de madera, tanto de bulto como de imágenes de candelero o "de vestir". Los rasgos populares de esta imaginería y la manera de trabajarla y policromarla conforman una escuela de santeros que tiene peculiares rasgos en el concierto del arte hispanoamericano (Arteaga, 1975).


Los jesuitas y la circunstancia geopolítica de Chiloé

La vida del archipiélago chilota fue azarosa luego de la caída de Osorno por el alzamiento indígena de 1598 que determinó su virtual aislamiento al resto del continente, hecho al que se sumaba su propia estructura de compleja comunicación interna (Garretón, 1997, p. 243). Unido a esto podemos contabilizar las amenazas de los piratas holandeses e ingleses que llevaron a muchos pobladores de Castro a abandonar la ciudad e instalarse en la campiña determinando un rápido proceso de ruralización (Urbina, 1983, p. 47).

El aislamiento enfatizó los rasgos peculiares de la región respecto del resto del Reino de Chile, dándole a la vez una mayor autonomía que los gobernantes transformaron en una cuota adicional de autoritarismo y excesos que afectaron a los indígenas. Esta población, que era estimada entre 40 mil y 50 mil personas en el siglo XVI, se había visto reducida notoriamente el siglo posterior para comenzar a subir lentamente en el XVIII. El mal trato aumentaba las dificultades de la conversión de los indígenas que tenían poco apego a quedar bajo control o tutela de los españoles.

Los jesuitas contribuyeron también a la defensa del archipiélago de Chiloé asolado en el siglo XVII por diversos intentos de corsarios y piratas, pero el sistema defensivo era endeble ya que los puntos fortificados estaban localizados en el canal de Chacao ubicado en la puerta del archipiélago; sin embargo, la zona más austral quedaba bastante desprotegida (Guarda, 1990, p. 142).

Los conflictos más grandes de los religiosos fueron sin duda con los encomenderos españoles que pretendían someter a los indios a servicios personales en sus encomiendas y retirarlos de los poblados. Si bien no se logró reemplazar la encomienda por el pago de un tributo equivalente realizado por la Compañía de Jesús, como habían logrado establecer en el Paraguay, por su acción se controlaron mucho más los abusos sobre la población indígena. Solamente los caciques y los fiscales estaban aquí exentos de pagar tributos.

En 1643, Henry Brouwer narraba que el archipiélago de Chiloé estaba "repartido en cerca de cien encomenderos o patrones, el principal de los cuales disponía de 28 o 30 indígenas, y el menor de cinco o seis. Estos indios son como esclavos para sus patrones, quienes los ocupan en tejer frazadas, cultivar el suelo con la siembra de guisantes, arvejas, lino, cáñamo y otras simientes, como también en el cuidado de sus ganados" (Brouwer, 1643, citado por Toribio Medina, 1962).

También es preciso acotar que los encomenderos de Chiloé eran en realidad bastante más pobres que los del valle central y otras regiones de Chile. En 1743 ellos declaraban que no tenían "bienes raíces ningunos, ni viñas, ni labranzas, ni matanzas", por lo cual estas encomiendas no les permitían acumular beneficios ni caudales propios. Afirmaban que las encomiendas les servían para consolidar los asentamientos y asegurar la subsistencia teniendo a unos pocos indios para el pastoreo, el traslado de la leña y el agua (Urbina, 1983, p. 103).

También es necesario reflexionar en que es probable que el mismo aislamiento favoreciese las posibilidades de un desarrollo del proyecto misional jesuítico, que hubiera tenido sin duda mayores tropiezos si la presencia de comerciantes españoles hubiese sido mayor en la región. Con todo, nunca se llegó en Chiloé a los grados de exclusivismo de las misiones del Paraguay o de Moxos y Chiquitos donde la presencia de españoles, criollos o mestizos era admitida únicamente por tres días en la misión. La misma forma dispersa de estos poblados parece haber disuadido de esta modalidad de permanencia y por otra parte estos mestizos y españoles eran los que tenían peor relación con los oficios religiosos según testimoniaba el obispo Azúa (Archivo General de Indias, AGI, 1741, leg. 97).

Muchos de los encomenderos consideraban que los jesuitas, con la construcción de las capillas y el abastecimiento de mercaderías para el mantenimiento del Colegio de Castro y las misiones circulares, les quitaban una mano de obra que les permitiría consolidar sus economías. En esto los jesuitas también debieron enfrentar a gobernadores y a otras autoridades seculares, obteniendo el aval del Rey que en 1653 indicaba: "ni los encomenderos ni otra persona alguna inquieten ni perturben a los indios" (AGI, 1653, leg. 153).

Con los gobernadores fue frecuente el conflicto pues en sus negocios actuaban a través de los "tableros", soldados de la tropa de Calbuco que eran autorizados a cortar tablas de alerce para el gobernador de Chiloé, con lo cual entraban habitualmente en disputas con los indios y los religiosos, al sentirse protegidos por la máxima autoridad civil para quien trabajaban. Como consecuencia de un sonado pleito en 1712, el fiscal recomendaba conceder tierras a los indios "dejarles libres de todo trabajo, ponerlos bajo el amparo de los misioneros y protegerlos de los agravios..." (AGI, 1712, leg. 159).

La economía regional se basaba fundamentalmente en las tareas agrícolas para el abastecimiento y, sobre todo, en la industria maderera, donde los chilotas lograban concretar algunos excedentes en su comercio con Lima. La producción de tablas de alerce, la fabricación de embarcaciones, primero dalcas y luego canoas locales, hasta finalmente barcos de guerra y la preparación de carretas con maderas duras (luma) configuraron una actividad forestal creciente. La tabla de alerce fue la moneda habitual para una economía de trueque que se concentraba en las ferias anuales de Chacao y, posteriormente a la expulsión de los jesuitas, en la nueva villa de San Carlos de Ancud.

Ello explica también un crecimiento poblacional acotado ya que, en 1766, en las veintisiete islas del archipiélago, el padre Olivares contabilizaba setenta y seis capillas con 2296 familias indígenas "cuyos individuos, sin contar con los caucahues, ascienden a 11.047, y además hay en Chiloé 15.000 españoles". Esto demuestra que la población española, criolla y mestiza había superado a los indígenas al finalizar la presencia de los jesuitas en las islas (Olguín, 1970). Sin embargo no se trata tanto de una recaída de la población indígena, que venía disminuyendo desde los siglos XVI y XVII, sino de un proceso más lento de carácter demográfico, que tiene que ver con el reemplazo de la encomienda por el inquilinato y el asalariado, así como con una creciente movilidad de población española y mestiza hacia Chiloé en el último tercio del siglo XVIII (Romero et al., 1973, IV, p. 317).

Los jesuitas lograron un enorme consenso a partir de sus misiones circulares con la población indígena, constituyendo la presencia misionera en la festividad principal del año para cada comunidad. "Los jesuitas estaban perfectamente conscientes de haber podido, mediante su propio esfuerzo y obra exclusiva, cristianizar a todo el pueblo de bárbaros, llevándoles la palabra de la buena nueva. Y este enorme logro no podía ser discutido". Después de la expulsión de la Compañía, todo este nuevo universo cristiano decayó. Los Padres Franciscanos del convento de Propaganda Fide de Ocopa procedentes del Perú, quienes los reemplazaron, no pudieron llenar el inmenso vacío dejado por ellos (Garretón, 1997, p. 251).


La última fase expansiva hacia el sur

El avance de los jesuitas sobre el archipiélago de Guayneco y la localización de los indios caucahues dinamizó el sistema de las misiones circulares con otra perspectiva de expansión evangelizadora y descubridora, avanzando hacia el estrecho de Magallanes e incorporando pacíficamente a los indígenas. En este sentido, desde el Colegio de Castro se había formulado en el siglo XVII un proyecto de reducciones indígenas hasta Tierra del Fuego, que varias décadas después sería retomado (Walter, citado en Hanisch, 1972, p. 201).

En 1764, el proyecto del padre Juan Nepomuceno Walter para crear dos nuevas misiones hacia el sur y convertir en Villa al asentamiento de Chonchi, encontró apoyo del Presidente del Reyno de Chile, Antonio Guill y Gonzaga y fue considerado en España "de mucha utilidad para la Corona" (AGI, 1767).

La idea de los jesuitas consistía en que estas nuevas misiones ubicadas hacia el sur de Chiloé configuraran una especie de Colegio para salir con los indígenas convertidos a misionar a los otros pueblos dominando sus lenguas y costumbres. Era de alguna manera un adelanto al gran proyecto de Seminario de misioneros universales que se planteaba en México a fines del siglo XVIII (Gutiérrez, 1982).

El nuevo esquema significaba movilizar a la población austral de los caucahues hacia el territorio chilota, incorporarlos a la antigua estructura con la formación de la misión de Cailín -consolidada en 1755- y desde allí avanzar evangelizando hacia el sur. El impulsor de estas acciones fue el Padre Pedro Flores, quien había estado preso en la cárcel de Castro en 1743 por haber comprado en Guayaneco, de la fragata Wager y sin licencia real, dos quintales de hierro para la fábrica de la Iglesia que los Padres estaban trabajando (Enrich, 1891, II, pp. 182-183).

El pragmatismo de los jesuitas se nota en la capacidad de capitalizar sus propios errores, en superar las contingencias que significaban el abandono de las misiones por indígenas rebelados o los propios conflictos locales con la autoridad. La capacidad de persuasión que presuponía hacer sedentarios a indígenas nómades implicaba también asumir modos de producción que aseguraran el sostenimiento económico básico de la comunidad. Los cambios tecnológicos y productivos de los indios australes fueron notables (Poliakova, 1995, p. 80).

También sabemos que los indios caucahues de Cailín fabricaron en trabajo comunitario de minga la iglesia de su pueblo y que sus casas, según el Padre Walter, estaban hechas "a la forma de los indios naturales de Chiloé".

Curiosamente, de nuevo la búsqueda de la mitológica "Ciudad de los Césares" fue impulsando el reconocimiento de la región magallánica, retomando los relatos de cronistas como Sarmiento de Gamboa y de expediciones oficiales como la del piloto Juan García Tao (1620). Con estas referencias los jesuitas José García -párroco de Cailín y buen cartógrafo- y Juan Vicuña -fallecido en la empresa- recorrían, en los últimos años de presencia de la Compañía de Jesús en América, las tierras de los Chonos y las costas patagónicas, realizando importantes aportes etnográficos y geográficos (García, 1889).

El proyecto de expansión misional de Cailín quedaría trunco con la expulsión de los jesuitas en 1767 y la propia misión se desmembraría al regresar muchos de los indígenas a sus islas australes por faltarles la presencia catalizadora de los religiosos de la Compañía de Jesús.


El reemplazo de los jesuitas por los franciscanos de Propaganda Fide

La expulsión de los jesuitas significó un grave problema dado lo disperso de la población de Chiloé y la necesidad de mantener las misiones circulares que eran las que permitían el sistema de evangelización. Si bien la dependencia del Obispado de Concepción se mantendría, fue claro que la escasez de religiosos hizo mella en las comunidades indígenas del archipiélago (Álvarez et al., 1988, p. 41).

Inmediatamente después de producida la expulsión de la Compañía de Jesús, el obispo de Concepción daba instrucciones a su Vicario en Castro para que no quedaran sin atención los fieles de las capillas que eran atendidas por los jesuitas, pero ello era casi imposible por la carencia de religiosos (Barruel, citado en Archivo Chiloé, 1767, doc. 5).

Por suerte, la institución de los Fiscales resistió las conmociones que introdujo en el sistema la ausencia de los jesuitas y las diversas visiones que pudieran tener los franciscanos de Propaganda Fide que, desde el Colegio de Chillán primero, y desde el de Santa Rosa de Ocopa en el Perú después, fueron los responsables de reemplazar a la Compañía de Jesús en la tarea.

En rigor, en el momento de la expulsión solo había tres franciscanos en la región, pero no realizaban trabajo de misioneros. Fue el obispo de Concepción, el franciscano Fray Pedro Ángel Espiñeira, quien solicitó al Colegio de Propaganda Fide de San lldefonso de Chillán, formado por los religiosos de Ocopa en 1743, que enviasen religiosos para cubrir las vacantes generadas por la expulsión de los jesuitas ("El Colegio...", 1956, pp. 465-475). Agregaba el obispo que la necesidad más urgente de sus diócesis era la de la Provincia de Chiloé, por ser sus habitantes "dignos de toda atención caritativa por la docilidad de sus nacionales" (Lagos, 1909).

Recién en el año 1769 llegarían a Chiloé los ocho religiosos de Chillán, quienes se instalaron en el Colegio de Castro y posteriormente ubicaron a alguno de ellos en Achao y Chonchi recibiendo, no sin conflictos, los bienes que les entregaba el gobernador Carlos Beranger, según las instrucciones del virrey Amat y Junyent.

El primer conflicto radicaba en que los franciscanos pretendían que se les entregasen los Colegios y residencias acompañados con los bienes que los jesuitas habían ido adquiriendo, para, con la producción de ellos, poder mantener estas sedes y financiar las actividades de la Misión Circular. Tampoco les satisfacían la cantidad y calidad -edad- de los indios encomendados que el Gobernador colocó a su servicio. Estas encomiendas fueron una de 125 indios para el Colegio y misión de Chonchi y otra de 16 para Achao, además de proveerlos de remeros y movilidad marítima para la Misión Circular.

Estas circunstancias -la relativa juventud del Colegio y, por ende, la falta de experiencia-se unían a las dificultades de comunicación de los frailes con su sede en Chillán ya que para ir a Chiloé debían embarcarse en Talcahuano o Valparaíso y de allí ir hasta El Callao -puerto de Lima- para bajar nuevamente a Chiloé (González de Agüeros, 1791, p. 152).

En atención a estas circunstancias y en razón de que Chiloé estaba anexado al Virreinato del Perú desde 1768, se propuso que el Colegio de Propaganda Fide de Ocopa, de larga y reconocida trayectoria, se hiciera cargo de las misiones circulares de Chiloé, lo que efectivamente sucedió a partir de 1771. Según el cronista de la orden, los trabajos emprendidos por los franciscanos de Ocopa en Chiloé "si no excedieron, igualaron al menos a los que tenía acometidos la Compañía" (Amich, 1854, p. 278).

La presencia de los religiosos de Ocopa a fines de 1771, estuvo constituida por una primera tanda de quince religiosos y un hermano lego que se fueron distribuyendo en las antiguas residencias de los jesuitas y manteniendo la sede central en el Hospicio de Castro.

Los religiosos de Propaganda Fide una vez instalados en el sistema de las misiones de Chiloé buscaron, como los jesuitas, ampliar la acción sobre otras áreas más australes y consolidar por lo tanto el avance de la frontera evangelizadora. Atendían eso sí a los 26.685 cristianos que tenían residiendo en las misiones y para ello los gobernadores solicitaban al rey que se autorizase el paso de más franciscanos recoletos desde España.

También intentaron en el inicio realizar algunas operaciones reduccionales, concentrando por ejemplo a los indios chonos en Caylín, por considerarla de mejor calidad que la de Guar para esta tarea por ser más cercana a las tierras de los propios indígenas y más apartada del comercio con los españoles. El gobernador Beranger, sin embargo, consideraba a los chonos como "sumamente sediciosos, incapaces de sociedad" y que en definitiva "buscan sólo la libertad".


Exploraciones del archipiélago

Entre los viajes de exploración realizados por los franciscanos tiene particular importancia el efectuado por Fray Francisco Menéndez que emprendió la recorrida del archipiélago acompañado de Miguel Barrientos y de algunos indígenas en el año 1783 (Menéndez, 1896).

La misión de Cailín, considerada "el fin austral de la cristiandad", había sido el punto de partida del Padre José García, último párroco jesuita de ella, en su "viaje al sur" de 1766, y lo sería también como referencia para Fray Francisco Menéndez quien tenía a su cargo la Misión Circular. En realidad los franciscanos de Ocopa colocaron un solo religioso para la Misión Circular, lo que significaba una tarea harto fatigosa y con una duración sensiblemente menor que la que emprendían los jesuitas. Es probable que los viajes de Menéndez a Nahuel Huapí (1791-1793) estén vinculados a esta tarea pastoral, pero su viaje a la cordillera de 1783 tenía la connotación exploratoria que señala todavía la ilusionada búsqueda de la Ciudad de los Césares (Tampe, 1981, p. 36). La misión de Nahuel Huapí no volvería a instalarse a pesar de haberse ubicado su paraje preciso pues los indígenas fueron hostiles en el último intento de 1793 (Porcel, 1964).

En el año 1786, el virrey del Perú encomendó al marino José de Moraleda y Montero que realizara un recorrido minucioso y documentara cartográficamente el archipiélago de Chiloé; comenzando por la costa norte, que iba desde Ancud hasta el antiguo asentamiento de Chacao, completaría luego la región de Castro y recorrería totalmente la Isla Grande (Tampe, 1977, p. 551).

Estas "relaciones geográficas", similares a las encargadas por Felipe II en el siglo XVI, respondían a las directivas de Carlos III que planteaban a los ingenieros militares, ingenieros navales y marinos la realización de relevamientos precisos de las tierras americanas, sus potenciales fuentes de producción, la localización de defensas y las condiciones de movilidad y transporte por vía terrestre o fluvial (Gutiérrez y Esteras, 1992).

De Moraleda realizó los planos del Puerto de San Carlos de Ancud, Chacao, Linao, Huiti, Castro -con los canales que van por el norte y sur de la isla Lemuy-, la bahía de Terao, Queilen, Compu, Huildad, Caylín, Yalad y Calbuco, documentando en su cuaderno de bitácora el "viaje" y sus "derroteros" (Vidal, 1888).3

Las dificultades de comunicación y el aislamiento regional no impedían, como se ve, el intento de ampliar fronteras internas. La organización religiosa de Chiloé, que había comenzado con la consagración de un obispo auxiliar de Concepción destinado al archipiélago en 1739, había mostrado, luego de la expulsión de los jesuitas, la necesidad de jerarquizar la presencia eclesiástica en la región.

En 1787 escribía el obispo de Concepción Francisco José Marán, al abrir la visita a su diócesis, que

el dolor más sensible y que verdaderamente tiene crucificado mi espíritu con el duro clavo del más duro temor, es la separación de aquella gran parte de mi grey que habita en las remotas distancias de Valdivia, y mucho más Chiloé, privada de oír la voz de su pastor, y aún casi cerradas las puertas a toda esperanza de oírla, menos por quebranto de mi salud que por la casi insuperable dificultad de conducirse un pastor a tan distante país de éste, en que por tierra y por mar, ni se presenta ocasión, ni proporción (Sociedad Bibliográfica de Santiago, 1895, p. 71).


Las ciudades de españoles y el nuevo poblamiento

Justamente la formación de la población de San Carlos de Ancud fue una de las novedades importantes que se generaron en la región luego de la salida de los jesuitas. Hasta mediados del XVIII existían en Chiloé solamente dos ciudades que podían presumir de tales, Castro y San Antonio de Chacao, donde tenía su sede el gobierno, se localizaba el puerto de la Isla Grande y se formaba el principal mercado.

La necesidad de fortificar la isla ante las amenazas de los piratas o de las flotas europeas en brega con España, llevó a la instalación de fortificaciones que cubrían un sistema de control protegiendo las caletas y bahías más importantes (Guarda, 1967). Una de estas fortificaciones estaba justamente instalada en Ancud, mientras otras como el Fuerte de Chacao, el de San Miguel en Cabulco y en "tierra firme" el de Coronel, completaban el sistema de control del acceso junto con las baterías de La Poza, Pampa de Lobos y Remolinos y otras que se fueron agregando hacia fines del siglo XVIII. En rigor, el primer fuerte denominado "Ancud" era el que protegía desde 1586 el pueblo de Chacao, rehecho sobre los planos de un jesuita en 1720 en oportunidad de la amenazante expedición de Clipperton al Mar del Sur (Guarda, 1967, p. 142).

Al pasar a depender Chiloé directamente del virrey del Perú, radicado en Lima, la estrategia poblacional seguirá un camino autónomo frente a la del resto del territorio continental chileno y atenderá, con la peculiar visión militar del virrey Amat y Junyent, la formación de puestos defensivos donde concentrar la tropa y radicar población española, sobre todo a partir del levantamiento de los araucanos de 1766 (Sáenz, 1967, I, pp. 270 y ss.).

La peculiaridad geográfica de Chiloé, la forma de ocupación territorial, los mecanismos de comunicación y el control parcial del archipiélago llevaban a afirmar al ingeniero militar Lázaro de Ribera en 1782 que "el sistema de defensa y proyectos militares que se han seguido hasta ahora no son de ningún modo adoptables a la calidad del país" (Ribera, citado en Anrique, 1897, p. 3).

Ancud nacerá como poblado fundado por el gobernador Beranger en 1768, signado por las características estratégicas y militares de su asentamiento, pero también formando parte de una política pobladora que buscaba consolidar áreas de frontera mediante la localización de asentamientos estables avanzados sobre las líneas de riesgo (Lira, 1980). En cierta manera, su expansión recortará las funciones comerciales que venían ejecutándose en San Antonio de Chacao -cuyos pobladores pasan casi todos a Ancud- y las representaciones políticas que eran ejercidas en Castro.

Primitivamente la plaza de la ciudad y los edificios importantes se originarían junto al Fuerte Real en una de las dos colinas que forman la topografía del sitio urbano... La Capilla Real, la Casa del Gobernador y otros edificios públicos estarían contiguos al Fuerte, en tanto sólo la capilla de la Orden Tercera de San Francisco, con su plazuela se ubicaba en la colina opuesta (Fischer, s. d., p. 40).

La iglesia matriz fue construida por un franciscano del Convento de Ocopa en 1778, haciéndola de tres naves de madera con cinco altares.

El plano de Beranger es sumamente interesante por expresar claramente las modificaciones que el urbanismo americano propondría en el siglo XVIII al clásico modelo "indiano" reglamentado genéricamente por las Ordenanzas de Población de Felipe II del año 1573. En efecto, desde el recurso de un amanzanamiento de diverso tamaño hasta un loteo de predios de agrupamiento casuístico y, por supuesto, mucho menores que los generosos cuartos de manzana de la conquista, Ancud modifica elementos estructurales aunque mantenga la idea del trazado regular (Gutiérrez, 1983).

El pueblo formado en la pampa de Teque e inmediato al Fuerte Real se permitía en algunos casos perforar los centros de manzana, mantener la plaza cuadrada, pero hacer rectangulares las manzanas y proponer casi exentos los edificios públicos relevantes (Rodríguez y Pérez, 1947, p. 219).

El contacto de la navegación con Lima, el mercado, la radicación de pobladores de Chacao y de Castro hizo que paulatinamente Ancud fuese adquiriendo una consolidación marcada como villa estable, aunque parte de su población fuese itinerante o de radicación temporal. El censo de Chiloé del año 1787 indica para Ancud una población de 1.205 habitantes (AGI, 1787).

A pesar de que en 1792 los miembros de la Expedición Malaspina decían que era un núcleo de "desparramada población" y que parecía un "campamento, situado en una rambla donde se apiñan las casas y en las faldas de los montes que la cercan", la nueva población tendió rápidamente a desplazar Castro no solamente como sede del Gobierno, sino también en su movilidad económica (Malaspina, 1885, p. 578).

Hacia 1794 un grave incendio quemó buena parte de la ciudad y definió el traslado de ésta hacia la colina opuesta, donde se configuró como un asentamiento de mejores posibilidades. El nuevo trazado de la plaza y la construcción de la iglesia se definirían en el siglo XIX, pero sin dudas el incendio afectó momentáneamente la pujanza de la ciudad. Dos años más tarde, en 1796, el obispo de Concepción escribe al Vicario de Castro que ayude a las parroquias de San Carlos (Chonchi) y San Miguel de Cabulco "por la pobreza en que se encuentran", lo que señala la precariedad de los antiguos asentamientos (Barruel, 1796).

El ingeniero militar Juan Feliú intervino en la nueva traza de Ancud y planteó el traslado del palacio de los gobernadores a la antigua plazuela de la Orden Tercera de San Francisco, donde estaba asentada la mayor parte de la población. Ello llevaría a la construcción de la Catedral en el paraje más eminente, lo que permitió, según Gabriel Guarda, que

la estampa de Ancud, no obstante su población reducida, fue la de la ciudad clásica, enclavada en este caso en un escenario de singular belleza y reforzada por sus fortificaciones, esbeltas iglesias y construcciones típicas, entre las cuales se destacarían los palafitos, como se vio antes, característicos de la vivienda insular (1978, p. 254).

La otra ciudad de Chiloé seguía siendo el antiguo asentamiento de Castro, formado en el siglo XVI, pero mantuvo una situación de estancamiento, cuando no de decrecimiento. En efecto, ya a comienzos del siglo XVIII, la ciudad española había perdido los vestigios de su antigua traza y sus casas se encontraban dispersas y con "ningún orden en el alineamiento de ellas".4 El plano que realiza Beranger en 1770 nos muestra la vigencia de la traza hispana, aunque la localización de las viviendas era bastante libre dentro del diseño de la manzana y el paisaje urbano desmentía la persistencia de una traza ordenadora, pareciendo más claramente "un pueblo de chozas" (Urbina, 1987, p. 29).

La población hacia 1787 era de solamente 91 españoles y 339 indios que conformaban su reducido vecindario y una década más tarde se estipula que contaba con 250 casas, aunque la mayoría de los pobladores residía en el campo y eventualmente se trasladaba a la ciudad para las fiestas religiosas (Guarda, 1978, p. 212).

A pesar de esta característica dispersa de la población, Castro es "la ciudad" por antonomasia en el archipiélago de Chiloé, ya que allí se concentran los principales edificios desde la Matriz dedicada al Apóstol Santiago, el Convento de San Francisco y el de La Merced, el Colegio de Jesús y el templo de los jesuitas que se aplicarían a los religiosos de Propaganda Fide de Chillán y luego de Ocopa. Sede del Gobierno y del Vicariato, conjugaba además los títulos del poder.

Los bienes de los jesuítas de la ciudad de Castro habían sido vendidos por disposición del Conde de Aranda a partir de 1771, de tal manera que los franciscanos reemplazantes no tenían el apoyo de sustentación económica que habían formado los jesuitas a través de los años, lo que motivaría, como se ha dicho, alguno de los conflictos iniciales (Catálogo..., 1891, p. 134).5 Sin embargo la destrucción de la Iglesia Mayor de Castro en 1772 determinó que la antigua iglesia de la Compañía fuera utilizada como parroquial principal (Guarda, 1986, p. 74).

La venta en subasta de los bienes de los jesuitas y la administración errática de las Juntas de Temporalidades fueron causales de que el fisco español, destinatario de esta operación fundamentada en "razones de Estado", no aprovechara adecuadamente la bonanza económica que ella le podría haber otorgado. Por el contrario, estas operaciones significarían un deterioro de los precios de mercados en fincas y haciendas y un encarecimiento de la mano de obra (Valdés, 1985, pp. 111-112).

Algunos de estos bienes de los jesuitas fueron adquiridos por parientes de los mismos religiosos; tal fue el caso de Longaví comprada por Ignacio Zapata, lugar al que regresaría clandestinamente el jesuita Francisco Javier Zapata, antiguo misionero de Chiloé, que fallecería allí en 1789 (Hanisch, 1972, p. 112).

Castro sería, de todos modos, la principal ciudad del archipiélago de Chiloé desde fines del XVIII hasta nuestros días a pesar del empuje inicial de San Carlos de Ancud. Su papel será clave para entender el proceso de continuidad y afianzamiento del sistema misional chilota (Cunill, 1964).


La organización territorial del archipiélago de Chiloé

Si el problema de la atención de las misiones circulantes requirió una ratificación de la política de los jesuitas llevada a cabo por los religiosos de Propaganda Fide, también es cierto que el archipiélago no tuvo modificaciones substanciales en los procesos de producción y circulación económica, siendo uno de los últimos territorios de América en alcanzar la independencia, luego de que las tropas chilotas significaran un fuerte apoyo al proyecto de continuidad realista (Contreras et al., 1971).

Urbina ha señalado que en los proyectos poblacionales de la región siempre se pensaba en el poder central que Castro era la población de españoles y que los indígenas vivían en las capillas y pueblos definidos. De allí que hubiese tempranamente, en el siglo XVII, intentos de despoblar el archipiélago y trasladar a los habitantes al continente o luego, en 1741, de concentrar a los españoles en Castro y a los indios transmigrándolos a zonas próximas (Urbina, en Chiloé No. 81987, p. 50).

Razones de necesidad defensiva de la región llevaban a plantear, luego de la expulsión de los jesuitas, que se concentrase la población en las ciudades localizadas en la Isla Grande (Castro, Chacao y Ancud), despoblando el resto del archipiélago. El autor del proyecto, el ingeniero militar Manuel Zorrilla, lo enviaba al Rey en 1781, pero alguna de sus ideas serían recogidas luego por el gobernador Francisco Hurtado quien piensa en un esquema reduccional impulsado por los misioneros, similar al utilizado en el virreinato del Perú dos siglos antes (AGI, 1781).

Había, sin embargo, otras circunstancias de fondo que se referían a la base económica de Chiloé, al alto precio que debían pagar los productos traídos de Lima y al bajo reconocimiento que se daba a su propia producción. Lázaro de Ribera decía en 1782:

Se hace increíble el mísero estado a que se hallan reducidos aquellos vasallos. Jamás pueden ver el fruto de su trabajo. Por mucho que trabaje un chilote es imposible que satisfaga sus necesidades, y para decirlo en pocas palabras, la avaricia ha permitido que un hombre trabaje 50 días por un mazo de tabaco que, en Lima vale cuatro reales (Ribera, citado en Anrique, 1897, p. 19).

Analizando los ingresos y egresos de un jornalero, Ribera descubría la imposibilidad de adquirir elementos básicos como las telas para hacer sus ropas (bayetas, paños y bretaña) y verificaba que para adquirir esos tres elementos

no le alcanza al jornalero el trabajo continuo de un año, aun suponiendo que todo él lo pudiese emplear en su beneficio, lo que queda demostrado le es imposible. De modo que por éste cálculo se infiere que a esta familia le falta para mantenerse: pan, carne, sal, bebida, tabaco, ají, calzado, jabón; en una palabra todo lo necesario para conservar la vida.

Las circunstancias económicas derivarían en procesos sociales pues "luego que se reconoció que las faenas más duras y penosas no eran capaces de alimentar al hombre industrioso, la ociosidad y la pereza se apoderaron de todos los corazones", circunstancias estas que derivarían en la decadencia, el alcoholismo y la corrupción de la cual se hacen eco los eclesiásticos en reiteradas denuncias (Ribera, citado en Anrique, 1897, p. 24).

Fray Pedro González de Agüeros escribía en 1791 que en Chiloé "carecen de Hospital, de Médico y de medicinas: son muchos como me consta los que se hallan en aquellos infelices ranchos, sin más amparo que el Cielo: les he administrado los Santos Sacramentos en sus enfermedades: pero aseguro que sólo viéndolo puede concebirse lo que tantos padecen de miseria" (González de Agüeros, 1791, p. 250).

En 1780 el Director de la Junta de Temporalidades que atendía los bienes de los jesuitas señalaba la carencia que existía desde la expulsión de los religiosos de quien impartiese la materia de educación, apoyando la creación de una escuela, sugerida por Tomás de Loayza, para ser localizada en San Carlos de Ancud. En las consideraciones sobre este proyecto se discutió sobre su mejor localización en Castro (refaccionando el antiguo Colegio de la Compañía), pero todos coincidieron en la necesidad de desterrar "la ignorancia que es el mayor de los males" (Guarda, 1970b, p. 209).

En el año 1783 se erigirían finalmente tres escuelas en Castro, Ancud y Chacao aportando recursos del ramo de Temporalidades, pero recién a partir de 1787 se construirían las aulas específicas. Por ello no debe extrañarnos que a fines del XVIII se decía de los habitantes de Chiloé que era "extremada su rusticidad e ignorancia", aunque se aclaraba "entre ellos hay buenos talentos" (González de Agüeros, 1791, p. 332).


Las dificultades de la acción religiosa en el período postjesuítico. Conflictos institucionales

Quizás uno de los cambios más sensibles en la región fue la pérdida del peso específico que tenía la presencia religiosa luego de la expulsión de los jesuitas. No nos referimos tanto a las apariencias del ritual sino al papel que los religiosos tenían en la defensa del indígena. Es evidente que la Compañía de Jesús, por su directa inserción en la vida social y cultural del archipiélago, conocía los continuos abusos a que eran sometidos los indígenas y con frecuencia reclamaban ante justicias pasivas o autoridades despóticas. Sus conflictos con los encomenderos fueron tan famosos y continuos como en el Paraguay.

Con sus misiones circulares habían logrado una compenetración tal que la llamada "república de indios" les respondía entrañablemente, mientras que las autoridades civiles solo se ocupaban de la "república de los españoles" en su lugar de residencia. Como señala Urbina, "los Gobernadores anteriores a 1786 se resignan a compartir con los misioneros el gobierno, aceptando a regañadientes el predominio de estos sobre la república de los indios" (Urbina, 1983, pp. 116-117).

El gobernador Hurtado, advertido de esta circunstancia, es quien buscará a partir de 1786 acotar este poder de los religiosos cargando una dosis de autoritarismo que incluye, como se ha dicho, proyectos de concentración de la población indígena para reducirlos a "control de policía" (Hurtado, 1964). Confluirá para ello el mal manejo que los misioneros de Ocopa tuvieron con los indios a los cuales, lejos de la persuasión jesuítica, buscaron movilizarlos por el mero ejercicio de la autoridad, generando conflictos y perdiendo el ascendiente que habían heredado.

Como sucede en las misiones del Paraguay, frailes jóvenes, desconocedores de las lenguas indígenas y resentidos por haber sido destinados al confín del universo, generarán conflictos con las poblaciones indígenas de Chiloé y dispersarán el crédito y tolerancia con que habían sido recibidos por los indígenas, entrando a la vez y ahora sin aliados naturales, a un fuerte conflicto con el gobernador Hurtado quien los tilda de despóticos con los indios y soberbios con la autoridad real, en cuyo nombre intenta ejercer el carácter de vicepatrono (AGI, 1788).

El mal trato de los religiosos, que reitera lo sucedido en Moxos y Chiquitos, se unirá al conflicto de autoridades para que los indígenas comiencen un lento proceso de retraimiento y, por ende, de pérdida del sentido de participación que se había consolidado mediante la Misión Circular. Otro tanto podía percibirse en la población española, donde los conflictos entre autoridades y vecinos, por razones económicas y comerciales sobre todo, se incrementaron notoriamente durante el período del llamado "despotismo ilustrado".

El testimonio del Oficial de la Real Hacienda Bruno Antonio Junco, en 1787, pinta cabalmente el descalabro de las articulaciones políticas en que se encontraba sumido el archipiélago a fines del siglo XVIII. Al recorrer Ancud le sorprendía el ejercicio "con generalidad y sin el menor embarazo, de la tiranía y temeridad con que injustamente se manejaba no solo el gobernador y su yerno", sino también los demás funcionarios y amigos. Se veía, como decía el cura Vicario de Castro Gerónimo Gómez, que "los pobres se lamentaban sumergidos, sin osar pedir justicia", mientras el rico "no cabía en sí mismo venerando su hacienda" (AGI, 1787).

A esta circunstancia debemos sumar la pérdida de vigencia de los religiosos entre la población y las disputas entre el clero secular y los franciscanos de Propaganda Fide que mantenían la estructura de la Misión Circular. No todos los religiosos actuaron, sin embargo, de la misma manera y podemos recordar desde Fray Norberto Fernández del Colegio de Chillan que era un hábil constructor de iglesias de madera y que erigió la de Tenaún, hasta Fray Hilario Martínez del Colegio de Ocopa que introdujo el culto a Jesús Nazareno en la Villa de Caguach que hoy constituye una de las fiestas más importantes de la cultura religiosa chilota (Cárdenas y Trujillo, 1986, p. 20).

El número de misioneros que los franciscanos de Chillan y Ocopa colocaron finalmente en las misiones circulares era similar al de los jesuitas, que llegaron a ser trece en el momento de la expulsión. Los franciscanos llegaron a tener quince frailes y dos hermanos legos, pero la mayoría de ellos no manejaba las lenguas aborígenes, como se ha señalado. El propio Fray Pedro González de Agüeros indicaba en 1791 que los quince misioneros no bastaban para atender los 81 pueblos.

La estructura inicial de la misión fue similar a la de la Compañía de Jesús, pero a partir de 1785 se adoptó un sistema de pueblos "cabeceras" que atendía, como una especie de sede parroquial, a otros conjuntos de asentamientos y parajes. Las cabeceras franciscanas fueron el Colegio de Castro, Achao, Chonchi, Puqueldón, Queilén, Quenac, Tenaún, Chacao, Carelmapu y Calbuco, las cuales eran atendidas mediante visitas programadas con los 61 fiscales que conducían las capillas (AGI, 1785).

Entre las discusiones que se plantearon a fines del siglo XVIII sobre el método operativo para la atención religiosa, reviste particular interés la opinión del intendente Hurtado, quien alegaba que la etapa evangelizadora estaba realizada desde el siglo XVI y que, en consecuencia no había nuevas conversiones ni entradas a indígenas infieles. En esta perspectiva, no se trataba de franciscanos "misioneros" sino de frailes "doctrineros" afectados a atender doctrinas y por ende sujetos a la autoridad del clero secular.

Tal interpretación cambiaba la jurisdicción eclesiástica de los franciscanos de Propaganda Fide que habían sido convocados como un Colegio de regulares que seguían sus propias normas y jerarquías sin estar atados a la jurisdicción episcopal salvo en casos específicos. Le tocó en suerte a Fray Francisco Menéndez, a la sazón a cargo del hospicio en la ciudad de Castro, rebatir las argumentaciones del poder civil señalando los derechos que específicamente tenían los franciscanos de Ocopa en virtud de la convocatoria que se les hizo por parte del virrey del Perú y del obispo de Concepción para hacerse cargo de las misiones en el año 1771 (AGI, 1787).

La creciente injerencia del intendente Hurtado sobre las acciones de los misioneros, que incluye arrestos y traslados de algunos, presencia activa en la elección de sus autoridades y ejercicio pertinaz en sus derechos de Patronato, culminaría con un serio conflicto cuando, en 1787, les prohibió realizar la "Misión Circular" por entender que ejercían en ella el despotismo. El conflicto culminaría con la separación de Hurtado por parte del virrey del Perú de Croix, pero hasta fin del siglo XVIII se mantendrían tensiones latentes máxime cuando los frailes ocuparían, por falta de religiosos, los curatos de Ancud, Castro y Calbuco y pretenderían ejercer los mismos con la autonomía que tenían en las misiones.

Muchos de estos últimos problemas, que serían resueltos por el vicario de Castro Xavier Venegas y Goizueta, se originaban en realidad en la carencia de sacerdotes que tenía la diócesis de Concepción para destinarlos a Chiloé, un destino que en general levantaba resistencia por parte de los curas en virtud del desgaste que originaban los viajes y lo sacrificado de la vida en el archipiélago chilota. Los propios misioneros de Propaganda Fide que pasaban de España en 1785 para cubrir las áreas de servicio del Colegio de Ocopa en el Perú, manifestaban su temor de ser destinados a las misiones de lo que algunos denominaban "el destierro de Chiloé".

Para paliar este problema, Fray Pedro González de Agüeros planteaba inteligentemente la formación de un clero indígena de la Provincia de Chiloé que estuviera acostumbrado a los rigores habituales de la vida en el archipiélago.


Un reordenamiento de los franciscanos de Propaganda Fide y proyecto de nuevo obispado

Los propios franciscanos se plantean la necesaria reorganización de su tarea pastoral a fines del siglo XVIII. Es así como en 1780 intentan crear una custodia de religiosos que atienda las misiones de la región de Valdivia y Chiloé, de la misma manera que habían sido formadas en la frontera septentrional de la Nueva España (AGI, 1780).

La nueva custodia franciscana para Chiloé y Valdivia es autorizada por el rey en 1782 y por el papa Pío V en 1784, siguiendo los estatutos que regían en la de México y encomendando a la audiencia y al obispo de Concepción apoyarla (Saiz, 1969, p. 86). Las dificultades de comunicación entre Valdivia, Chiloé y Ocopa llevan a que, en 1785, se plantee reemplazar la Custodia por un Colegio de Propaganda Fide con sede en Chiloé promovido por Fray Pedro González de Agüeros.

El esquema comprendía no solamente la radicación del Colegio en Castro, independiente de Ocopa, sino también hospicios en Achao, Ancud y Chonchi, planteándose la radicación de hasta 35 frailes para su atención ya que se planteaba avanzar misionando hasta Tierra del Fuego y el Estrecho de Magallanes. Se preveía, sin embargo, que pronto se captarían novicios chilotas y se podría ir generando un clero local que resolviera los seculares problemas de atención pastoral. La oposición frontal del intendente Hurtado, quien no quería ni Custodia ni Colegio, sino misioneros de diversas órdenes sujetos a la autoridad civil (patronato) y eclesiástica, paralizó este proyecto.

La ausencia de una presencia eficiente del obispo de Concepción en esta parte de su diócesis fue probablemente otro de los elementos que contribuyeron a mantener latentes los conflictos y a impedir una adecuada integración entre su clero y los misioneros franciscanos. Por ello no debe extrañar que se plantee en 1783 la posibilidad de anexar la diócesis a la de Lima, esperando de esta forma obtener una mejor atención.

Se propone también en esta época estudiar la provisión de un obispo auxiliar y se va perfilando la imperiosa necesidad de crear una nueva diócesis episcopal en Chiloé, decisión que recién se alcanzaría en el siglo XIX. Para ello, en 1787, ya el obispo de Concepción indicaba la conveniencia de segregar la región de Chiloé, agregarle quizás la de Valdivia y formar nueva sede por la imposibilidad de atenderla adecuadamente desde tanta distancia, vistas las dificultades de viaje.

Sin embargo, este pedido de creación de nuevo obispado que atendiera desde Valdivia a las regiones australes, no sería resuelto hasta 1840 cuando habría de crearse la Diócesis de Ancud para atender directamente al territorio chilota.

La apertura del camino de Valdivia a Chiloé genera, a comienzos del siglo XIX, un retomar de los antiguos proyectos de formar una Custodia o Colegio para atender al conjunto de las misiones. Para ello se discutirá si la sede central de tal establecimiento habría de colocarse en Castro o en Osorno, pero a la vez se genera por estas cirunstancias la revisión acerca de si las misiones de Chiloé deberían estar a cargo de Ocopa o si podrían volver, vistas las mejoras de comunicación, a depender del Colegio de Propaganda Fide de Chillán (Urbina, 1990, p. 132).

Estos debates planteados en 1808 se ven aplazados por los alzamientos independentistas, pero serán colocados nuevamente en el tapete por los misioneros chilotas, particularmente por Fray Guinés Palau, señalando que el vecindario había adquirido méritos ante la corona por su fidelidad realista.

El memorial del Padre Palau insistía en 1816 sobre las carencias espirituales de los 35 mil habitantes dispersos en el archipiélago, en la necesidad de dar educación e instrucción y en la posibilidad de llegar a todos los puntos e inclusive misionar sobre los infieles establecidos al este y el sur del Chiloé. Su fundamentación tuvo eco pues el Rey estaba predispuesto en 1819 a la creación del Colegio en Castro, pidiéndole al virrey del Perú que tramitara un informe ante el obispo de Concepción. Sin embargo, tal proyecto no tendría efecto ejecutivo al ocurrir la caída definitiva del imperio español y la decisión de Simón Bolívar, en 1824, de clausurar el Colegio de Ocopa (Chile, AGI, 1816, 1819). A pesar de que Chiloé fue uno de los últimos territorios realistas en Sudamérica, las circunstancias no habrían de variar demasiado y el Colegio de Santa Rosa de Ocopa sería nuevamente instalado en el año 1849 ya bajo gobierno republicano (Izaguirre, 1922-1929).


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Notas

1 Véase suplemento de la Revista San Javier, "Apuntes del padre Nepomuceno Walter sobre el método observado en la misión circular de Chiloé" (1934, p. 21).

2 Nos hemos referido a esta circunstancia en el capítulo referente a las misiones jesuíticas del Paraguay, como una medida planteada ex profeso por los jesuitas para impedir el incendio de los poblados. Aparentemente el incendio de Santa María de Achao en 1784 tuvo una impronta muy fuerte ya que quemó un total de diecinueve casas.

3 Véase también De Moraleda y Montero (1877).

4 Véase la Relación geográfica de la Isla de Chiloé por Carlos Beranger, 15 de febrero de 1773.

5 Véase también De la Serena (1897).



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* Texto preparado con el apoyo de la Fundación Tavera. Todas las figuras son propiedad del autor.

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