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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.31 Medellín Jan./June 2005

 

Lopera, Maria Teresa: Justicia distribuiva ¿Legitimidad o consenso?

Medellín: Universidad de Antioquia, colección Otraparte, 1999, pp. 128.

 

En Justicia distributiva ¿Legitimidad o consenso? María Teresa Lopera explora la relación estado-mercado desde el que puede considerarse su eje central: la justicia distributiva. La manera en que tematiza tal relación resulta bastante interesante, pues confronta la reflexión sobre el mercado, típica de la economía, con algunos postulados de la teoría de la justicia de John Rawls.

La autora toma de Rawls la fundamentación contractual del Estado y los conceptos correlativos a ésta, a saber, posición original y velo de la ignorancia, así como las pretensiones universalistas de su filosofía práctica, con el fin de sacar a la luz una concepción de la justicia distributiva plenamente fundada en la equidad, con la cual sería posible superar una concepción de la misma sólo comprometida con el aspecto de la eficiencia. Por ello los términos eficiencia y equidad le sirven a la autora para ordenar su exposición: en la primera parte del libro presenta la reflexión de la economía liberal, determinada por el principio de la eficiencia; en la segunda parte, la idea que de tal relación construye Rawls sobre el principio de equidad.

La primera parte del libro, “La justicia distributiva bajo la prioridad de la eficiencia”, deja una conclusión general de gran importancia: la economía, en cuanto hace depender la legitimidad del Estado de su capacidad tanto para optimizar el sistema de libre competencia como para remediar las fallas del mercado, logra una concepción de éste bastante limitada. Prioridad del mercado, complementariedad del Estado: tal es el orden que arroja la reflexión de la economía liberal. Si el mercado tiene la prioridad, y la justicia conmutativa que logra —“la igualdad de los valores de los bienes objeto de intercambio” (XIII) —, depende del aseguramiento de la eficiencia del sistema de libre competencia, resulta entonces que “la labor del Estado y toda su política en relación con la riqueza y su distribución, han de comenzar sólo cuando el mercado pruebe estar limitado; la política es así un complemento del mercado” (p. 7).

Por otro lado, esa necesidad de un correctivo —la acción redistributiva del Estado— no hace más que revelar la “insuficiencia congénita” del mercado: “(...) si el mercado está asegurando la justicia conmutativa, ¿por qué se presentan las desigualdades? Este punto puede considerarse un verdadero 'agujero negro' dentro de la teoría liberal” (p. 17).

El mercado es imperfecto, y por eso necesita al Estado, pero éste reproduce la simetría a otro nivel, pues su acción distributiva es financiada sólo por quienes pagan impuestos. La figura del evasor (free rider) introduce nuevamente la desigualdad, pues “si los que pagan al Estado y los que reciben sus beneficios no son los mismas agentes, ocurre que se fragmentan los intereses y se hace imposible la aceptación unánime de la política económica; así aunque alcance el ideal de igualdad política el pacto social se resquebraja por motivos económicos” (p. 18). Lo que se necesita entonces, es una solución que logre integrar todos los estratos de la sociedad, fundando así la legitimidad de la justicia distributiva en la aprobación general. La idea del contrato social será la indicada para tal efecto.

La llamada Nueva economía pública, en la que sobresale James Buchanan, integró a su reflexión sobre el mercado la idea de una legitimidad ganada por consenso. James Buchanan modificará la concepción del Estado de la economía clásica al considerarlo, ya no como complemento del mercado, sino como arbitrio y productor: arbitrio que vigila el cumplimento de lo pactado por los ciudadanos en sus acuerdos comerciales privados, y productor de los bienes públicos, es decir, de aquellos caracterizados por su publicidad e indivisibilidad. Buchanan gana para el Estado esta ampliación de funciones mediante una reformulación del contrato social consistente en dividirlo en dos fases: “En la primera fase del contrato el Estado es una institución conceptualmente externa a las partes contratantes; su función es la de forzar los acuerdos acerca de los derechos en una negociación asumida voluntariamente por los agentes privados, frente a los cuales el Estado ejerce un papel de protector que aún no se preocupa de la justicia. En la segunda fase, la postconstitucional, el Estado es productor de los bienes públicos mediante un proceso que puede llamarse legislativo porque se refiere a la toma de decisiones colectivas. Durante esta fase el Estado se compenetra con la sociedad mercantil y exige unos acuerdos acerca del orden social que permiten superar ampliamente la fase inicialmente individualista” (p. 32).

Sin embargo, como bien lo señala la autora, Buchanan no logra superar la racionalidad instrumental que subyace a la teoría del Estado propia de la economía, aun habiendo reafirmado la importancia de éste, pues considera las partes contratantes no como seres morales iguales sino como individuos aislados que convienen pactar entre sí con el fin de dar lugar a un tercero superior que les facilita la consecución de sus fines. Buchanan no traza un horizonte normativo ni se ocupa de los contenidos de una justicia distributiva, sino que formula procedimientos que posibiliten ciertas condiciones: eficiencia del sistema de libre competencia, provisión y financiamiento de los bienes públicos. Para le economía liberal, en resumen, la legitimidad del orden social viene de la eficiencia con que se desarrollen ciertas funciones económicas, eficiencia que en última instancia —la autora no lo dice, pero es de suponer— nunca es determinada por los menos favorecidos.

La segunda parte del libro, “Justicia bajo equidad”, presenta la crítica de Rawls a la concepción meramente utilitarista de lo político que construye la economía liberal. Ello le servirá a la autora para acentuar la crítica al modelo de la justicia regido por la eficiencia, a la vez que perfila la estructura de la teoría de la justicia de Rawls. En vez de sintetizar el recorrido de la autora en esta segunda parte, puesto que constituye el núcleo del libro y no vendría al caso “descubrirlo”, hay razones, cuyo claro desarrollo y concatenación son uno de los logros de la autora, que en cambio sí convendría formular brevemente, pues dan idea del interés que reviste la alternativa de Rawls.

1. La economía propone un reparto de bienes materiales, mientras que Rawls propone el reparto de los bienes sociales primarios, los cuales, presentados ampliamente, son derechos, libertades y oportunidades, ingresos y riqueza, así como el sentido del propio valer. Esto se debe a que Rawls considera al individuo no como poseedor de bienes materiales, tal como lo hace la economía, sino como persona moral, es decir, “como un sujeto poseedor de posibilidades, de alternativas vitales viables dentro de la sociedad bien ordenada, en la que 'todos tienen asegurada una libertad igual para llevar a cabo el plan de vida que les agrade, en tanto que no viole las exigencias de la justicia'” (p. 46).

2. Ralws basa su teoría de la justicia en el sentido usual de ésta, según el cual la justicia “consiste esencialmente en la eliminación de las distinciones arbitrarias y el establecimiento, dentro de la estructura de una práctica, de un apropiado equilibrio entre pretensiones rivales” (p. 49).

3. En la teoría de la justicia de Rawls no se encuentra la pretensión de definir el contenido de la felicidad con el fin de orientar el sentido de la política; no se prejuzga qué combinación y grado de bienes primarios, que pueden ser reconocidos común, objetiva y públicamente y que son el medio para que cada uno persiga sus propios fines, harán la felicidad de un sujeto dado.

4. De Rawls puede retomarse para la política económica la idea de que la justicia es una virtud de las instituciones, es decir, es pública, no privada.

5. La idea de un consenso traslapado, es decir, de un acuerdo entre concepciones del bien razonablemente diferentes, es la concreción de la reflexión rawlsiana orientada a “hacer compatibles ya no sólo valores morales y políticos sino también económicos simultáneamente vigentes en (...) sociedades democráticas contemporáneas” (p. 74).

La contribución de María Teresa Lopera con este libro no consiste precisamente en la formulación de algo no dicho, sino en el énfasis claro y preciso que pone en temas poco explorados en nuestro medio. Es lo que hace cuando aborda la limitada concepción del mundo político propia de la economía liberal, o cuando expone la posibilidad, o aun más, la necesidad de proveer los desarrollos teóricos de la misma sobre la eficiencia con una fundamentación moral de corte universalista más sin perder la perspectiva del pluralismo. Como todo buen libro introductorio, Justicia distributiva sugiere preguntas más difíciles e interesantes que las que explícitamente formula y responde. Qué modelo de justicia distributiva podría rescatar a una sociedad económica y socialmente desordenada, políticamente limitada y moralmente indecisa, harto distinta de aquella que supone Rawls para su teoría, es para nosotros, quizá, la más urgente entre tales preguntas.

 

Andrés Eduardo Saldarriaga Madrigal

Universidad de Antioquia

 

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